Pensaréis que es un destino muy triste.
¿Pero qué hay del Enemigo? ¿No es acaso su camino mucho más triste, mucho más solitario? El adversario suele encontrar aliados que luchen en su nombre, pero por lo general no llega a hacer amigos. Su poder de convocatoria se basa en el terror, en la dominación, no suele confiar en nadie, no llega a amar a aquéllos a los que utiliza. El servidor de la Sombra da mucho miedo, pero también es digno de compasión, aunque despreciaría nuestra compasión, no os quepa la menor duda.
Hoy os dejo la continuación del despertar del N'Ögard. Disfrutadla, si es posible, y opinad, os lo ruego.
Basta ya de divagar. Es hora de leer.
© Bea Magaña
(Reservados todos los derechos)
(Reservados todos los derechos)
"Soñó. En su sueño, la serpiente era tan grande como un hombre corpulento, y él tan pequeño como un mísero gusano, pero no tenía miedo de ella, pues era fuerte. Llevaba dentro su veneno, y éste le volvía poderoso. Empezó a recordar. Hizo preguntas, y la serpiente le dijo muchas cosas interesantes. Había pasado demasiado tiempo dormido. Le quedaba un largo camino por recorrer.
―¿Por qué estoy aquí?
La serpiente le siseó la respuesta. N'Ögard, le dijo, ése eres tú. Korceler, continuó. Ésa es tu misión.
Pero él no comprendía por qué había despertado en aquel lugar.
La serpiente habló de nuevo.
Cuando abrió los ojos, había aprendido lo que era el odio.
Recordaba cosas, no todas las que habría deseado, pero algunas. Habían transcurrido más de cincuenta años. Algunas palabras en su memoria. Aliados. Venganza. Palabras sueltas que aún no significaban nada para él. Pero sentía el poder que latía en sus venas. El descanso le había sentado bien. Tenía hambre. Y muchas preguntas que no podía hacerle a nadie, pues estaba solo.
Cuando abrió los ojos, las vio. Y supo que podía conseguirlo.
Eran tres, vestidas con viejas túnicas negras que dejaban a la vista tan sólo sus rostros. Eran tan pequeñas como niños que aún no han abandonado la infancia, y tan viejas como el tiempo. Se parecían tanto que era imposible distinguirlas, decían que eran hermanas. Se hacían llamar Darunii Madasn. Las Brujas Negras de las Arenas. Su piel oscura estaba surcada de arrugas y sus voces eran secas y cascadas; parecían momias resecas que se movieran como espectros por un mundo deshabitado. Vivían en el desierto desde tiempos inmemoriales, y eran sabias, además de poderosas. Le conocían. Ellas lo conocían todo.
Le alimentaron y le vistieron, solícitas y atentas como madres inexpertas o amantes deseosas. Le hicieron infinidad de preguntas a las que él no supo responder, y contestaron sólo a algunas de las que él formuló. No quisieron hablarle del pasado, pues le correspondía a él recordar, y se negaron a mostrarle el futuro, argumentando que él debía escribir el suyo propio. Estaban a su lado en todo momento, vigilando sus pasos, que no guiándolos; sobreprotegiéndole a veces, ignorándole otras, a pesar de que le observaban desde lejos. Eran extrañas, y nada le pedían a cambio de sus cuidados. Eran viejas y de aspecto asexuado, pero él se sentía turbado cuando alguna de ellas le tocaba. Acomodaron un lecho para él, en el que dormía solo cada noche; y sin embargo le visitaban con frecuencia mientras dormía y recordaba por medio de los sueños. Nada le exigían, nada le explicaban. N'Ögard era su título, y un interrogante el destino que a él iba ligado. Las Darunii Madasn callaban, y él tardaba en aprender.
Pero le explicaron muchas otras cosas, de igual modo que alguien experimentado y paciente se las explicaría a un niño, le enseñaron las palabras, la música, los números, le educaron sin tratar de guiarle, pues él debía escoger su camino, le iniciaron en la magia, en el amor y en la lucha, le alimentaron, le convirtieron en un recipiente lleno, en algo parecido a lo que una vez había sido. Le hablaron de los secretos de Sàaräni-Erye, de sus moradores, le describieron a los Hijos de las Arenas y a los Dragones Rojos, le recordaron la existencia de tribus que una vez había conocido y de ciudades perdidas que una vez había visitado. Le hablaron del Laberinto de las Mil Puertas, un viejo templo de arena escondido en el corazón del desierto, le indicaron el modo de entrar en él, le advirtieron de que la puerta sólo se abriría cuando las Arenas del Tiempo se agitaran; el Espejo de Piedra le llamaría entonces, y en él vería su destino.
Durante lunas disfrutó de su hospitalidad, se hizo fuerte entre ellas, recordó y aprendió, y su poder se despertó. Descubrió que podía hacer que sucedieran cosas con sólo desearlas. Algunas veces le parecía que podía ver dentro de las mentes de las tres ancianas. Ellas sabían más de lo que decían. Adivinó que no callaban por gusto, tampoco por maldad; las Darunii Madasn se hallaban más allá del Bien y del Mal. Le ocultaban información porque no debían interferir en su destino, ni participar en sus decisiones. Él mismo escogería el camino que quería tomar, cuando le llegara el momento de enfrentarse al Espejo del Destino.
Y por fin llegó el día, y se encaminó allí solo, vestido con una larga túnica negra y desarmado, llegó al mismo corazón de Sàaräni-Erye, invocó a las Arenas del Tiempo, que se agitaron bajo sus órdenes, el Laberinto de las Mil Puertas surgió ante él cual espejismo, pero tangible, la puerta del arcano templo se abrió, y él entró sin temor. El Espejo de Piedra le mostró su destino.
Y él, que de nuevo recordaba su nombre, lo aceptó de buen grado.
Las tres ancianas esperaban junto a la puerta de la cueva en la que vivían, ocupadas en sus tareas cotidianas, sentadas alrededor de una hoguera extinta. No mostraban curiosidad o impaciencia, porque sabían lo que estaba sucediendo en el corazón del desierto. Las Arenas del Tiempo se habían agitado, lo que estaba escrito se cumplía, la historia se repetía una vez más. Pronto, él regresaría, y se despedirían. Le habían enseñado cuanto precisaba saber. Ya no las necesitaba. Ahora, él elegiría su camino y las dejaría atrás.
Lejos de Sàaräni-Erye, más allá de las Montañas Dormidas, el Korceler estaba mirando en el Espejo de la Fuente. Las tres ancianas lo sabían, conocían lo que ocurría en todo momento en cada lugar de Thèramon. Podían ver a través de paredes y puertas, a través de leguas, a través de las murallas mágicas. Dentro del Laberinto de las Mil Puertas, el N'Ögard miraba en el Espejo de Piedra. Veía su pasado, como su igual lo veía en el mismo momento, conocería su destino. Ambos lo conocerían.
Rodan Frais, pues ése era el nombre del N'Ögard, el nombre que tenía en esta ocasión, ignoraba cuánto tiempo llevaba viviendo en el hogar de las Darunii Madasn, y sin duda se habría sorprendido mucho si ellas le dijeran que habían transcurrido siete años desde que le encontraran inconsciente sobre la arena helada, enroscado como un recién nacido, desnudo como tal, y con una serpiente de cascabel muerta a sus pies. El tiempo era diferente en Sàaräni-Erye. Lo llamaban el Desierto de las Ilusiones, porque en aquel lugar deshabitado nada era realmente lo que parecía. En primer lugar, no estaba deshabitado. En segundo lugar, no existía en el Templo de las Mil Puertas un laberinto propiamente dicho. Las tres hermanas no eran en realidad ancianas, aunque su aspecto externo así lo mostrara. Rodan Frais desconocía muchas cosas. Las ignoraba, porque no era su destino conocerlas.
Ignoraba que la tarde que despertó, sin memoria ni conciencia de sí mismo, una niña de siete años había conocido al amado de los dioses, la criatura más poderosa, antigua y hermosa de Thèramon. Ignoraba que siete años más tarde, mientras él se enfrentaba al Espejo de Piedra, esa niña, ya convertida en una muchacha valiente y decidida, miraba con los ojos de su corazón en el Espejo de la Fuente. Ignoraba que esa muchacha era su otro yo, así como su paradero. Del mismo modo que el Korceler debía emprender una búsqueda sin saber por dónde empezarla, así el N'Ögard habría de comenzar la suya. El Espejo de Piedra le mostró su pasado. Le mostró el modo de iniciar su trabajo.
El resto, sólo las Darunii Madasn lo conocían. Y ellas no se lo confiarían a nadie.
―No abrazará la Música, sino la Palabra ―murmuró una de ellas, con la mirada perdida más allá de la hoguera extinta, mientras se entretenía en desplumar a un cuervo con dedos ágiles.
―La palabra escrita, y el mal que ésta encierra ―asintió otra, y su voz sonó como un viejo pergamino al ser rasgado. Desollaba una liebre del desierto con la misma agilidad que su hermana.
―La destrucción mora en su corazón ―apuntó la tercera, con un cuchicheo que recordaba a docenas de escarabajos encerrados en un sarcófago vacío. Se entretenía en hacer una trenza con los tallos duros y secos de una extraña planta que sólo crecía en el desierto, mezclados con los intestinos de la liebre que su hermana estaba destripando.
―Iniciará una cruenta guerra ―volvió a hablar la primera, con una voz como de granos de arena que se deslizan por la superficie rugosa de un cristal sin pulir.
Sus hermanas miraban al vacío como ella. Asintieron.
―Larga y sangrienta será ―dijo la segunda―. Otras veces fue, y siempre repetida.
―Su destino no está en nuestras manos ―dijo la tercera. Y continuó trenzando lo que más tarde sería una cuerda larga y flexible.
―El otro ha elegido la belleza ―habló la primera una vez más.
―Korceler ―añadió la segunda―. Dos son, de nuevo.
―Dos, buscando a muchos ―completó la tercera.
―Llegarán hasta aquí, unos y otros, en busca de las piezas que les faltan.
―Para entonces mucho tiempo falta. Dos años, mucho tiempo.
―Mucho, poco, nada nos importa. El tiempo no transcurre del mismo modo para todas las criaturas.
Hablaban así, una detrás de la otra, y asentían cada vez, sin variar su postura ni mirar a alguna parte ni abandonar sus tareas. No parecía preocuparles el futuro. Si las fuerzas del Bien y las del Mal luchaban entre sí, no era asunto suyo. No había diferencia entre el Bien y el Mal, entre la Luz y la Oscuridad; eran dos partes de un todo. Las Darunii Madasn no tomarían partido por ninguno de los dos bandos. Se limitarían a hacer lo que siempre habían hecho: enseñar, ayudar y no inmiscuirse más de lo necesario; cobrar su precio, y continuar viviendo su vida inmortal, conservar la memoria del mundo y buscar el secreto de la eterna juventud.
―Alguna vez deberíamos intervenir.
―Intervenir no es nuestro deber.
―Qué nos importa el resultado. No hallaremos la muerte ni la paz.
―Paz y muerte es lo que nos rodea, te recuerdo.
―Vida o muerte, la misma cosa son. Igual el pasado y el futuro, os recuerdo.
―Él está regresando. Silencio, es nuestro deber.
Esperaron el retorno de Rodan Frais. Cuando el hombre llegó junto a ellas, después de haber abrazado su destino, tenía una pregunta que hacerles.
Las tres hermanas le miraron. Llevaba el rostro oculto dentro de la capucha de su túnica, pero las tres pudieron ver el nuevo brillo que tenían sus ojos. Nunca había sido del todo un hombre, y ya nunca lo sería. Sólo el N'Ögard, un poderoso Mago Oscuro, y no quedaba una pizca de inocencia en él.
―Respondedme a esto, brujas, pues bien merece el pago que os he dado sin saberlo esta única respuesta ―les ordenó―. ¿Cuál es el camino que he de seguir ahora?
Las tres hermanas se miraron y se hablaron sin palabras. Él lo había sabido. Ellas, que habían sido hospitalarias y jamás le habían pedido nada a cambio de sus atenciones y de sus enseñanzas, habían tomado de él algo más valioso que la plata para los Iberige Mithrau o que el agua para los Tifinag, una vez cada cambio de luna, de noche y mientras su invitado dormía, y él lo había sabido. No hasta entonces, sino después de haberse enfrentado al Espejo de Piedra. Era poderoso. Mas no las atemorizó. Ellas eran eternas, y habían bebido la sangre del N'Ögard, su sangre emponzoñada y energética. Le darían la respuesta que les exigía. Había llegado la hora de la despedida.
―Lo que buscas se encuentra al norte de Sàaräni-Erye ―dijo la primera, vuelta la vista hacia el lugar en el que, muy a lo lejos, se alzaban Boreade Saaru―. Tu enemigo, como bien sabes. Mas no podrás llegar hasta él todavía, pues necesitas la Llave, que has de buscar por ti mismo.
La segunda se había vuelto hacia el sur; allá, más lejanas aún, Boreade Fäarae no podían verse, tan sólo imaginarse.
―Al sur de Sàaräni-Erye, más allá de las Montañas Lejanas, tu meta está. Llegarás allí, si perseveras, una vez que hayas conseguido tu objetivo, o fracasado en el intento. No llegarás solo, si eres listo y tu trabajo sabes hacer ―dijo. Y guardó silencio como la anterior. Ambas parecían ahora dos estatuas enanas pintadas de un negro desvaído.
La tercera bruja le miraba a él.
―No puedes hacernos daño, como no puedes ocultarnos tus pensamientos ―le dijo con su voz cascada pero serena―. Escucha mis palabras, porque no te diré nada más acerca del futuro: eres poderoso, y lo serás aún más, podrás hacer todo eso que deseas, te bastará con desearlo. Pero nosotras no nos extinguiremos, así que guarda tu cólera y tus esfuerzos para utilizarlos contra otros más débiles. Aún puedo ver en tu corazón, mas tú nunca podrás ver lo que hay en los nuestros. No te diré lo que deseas saber. Averígualo tú mismo.
El Mago Oscuro desistió. Su poder no las destruiría, como nada puede destruir la memoria del tiempo. Miró hacia el norte, después hacia el sur. De nuevo a la tercera bruja.
―Olvida el futuro, ya he decidido cómo quiero que sea. Dime qué dirección he de tomar.
―Eso depende de lo que busques. Podrías ir a cualquier parte de Thèramon.
Los ojos del N'Ögard refulgieron un instante.
―No juegues conmigo, bruja. Sabes bien lo que busco.
La anciana asintió.
―Sólo responderé a una pregunta, y no será ésa. Insiste en conocer el paradero del Korceler y no conseguirás arrancarme una sola palabra.
Los ojos de Rodan Frais ardieron de ira. Apretó los puños. La bruja no se inmutó.
―Encontraré al Korceler sin tu ayuda ―gruñó―. Quiero dejar este lugar, dime por dónde debo empezar.
La anciana se volvió hacia el este, y habló sin mirar al hombre.
―No encontrarás aliados allí donde deseas ir ―le dijo, entonces―. Busca entre rufianes y ladrones, en ellos hallarás amigos... o esclavos, que sirvan a tus propósitos. Para llegar a tu destino, deberás empezar desde cero. A partir de ahora estarás solo.
Rodan Frais miró hacia el este. Existían varios lugares en esa dirección en los que sería bien recibido. Lo había recordado todo, Thèramon y sus moradores, quiénes se le opondrían y quiénes se unirían a él. Samura Dalnu, el país era perfecto. Había estado allí antes. Ladrones, piratas de tierra, asesinos, criaturas que moraban en los bosques, dragones que se rendirían a su voluntad. No recordaba los lugares, pero aquellos seres se hallaban dispersados a lo largo del País de las Sombras. Un sitio excelente para empezar su labor. Pensó. Decidió. Recordaría por el camino.
Dejó atrás a las Brujas Negras y observó el paisaje que se le ofrecía más allá de la arena dorada. Tardaría varios meses en llegar, tiempo suficiente para decidir cómo quería presentarse ante sus próximos anfitriones. Llegaría como un rey, y sería tratado como un dios. Y, después, todo Thèramon le pertenecería. Esbozó una sonrisa inhumana y disfrutó pensando en el futuro que le esperaba. Después se volvió hacia las ancianas, quizás para darles las gracias, o tal vez para hacerles una última advertencia... pero las Darunii Madasn habían desaparecido.
Durante varios segundos permaneció allí de pie, desconcertado. Luego sonrió para sí. Extrañas mujeres, en verdad, extrañas y poderosas. Era una lástima que no quisieran unirse a él. Aunque poco importaba eso. No las necesitaba. Y tampoco tomarían partido por el enemigo.
El enemigo. ¡Ah! Saboreó cada sílaba y después las escupió, para por fin relamerse. Korceler. Le encontraría. Acabaría lo que había empezado cincuenta años atrás. Y el unicornio sería derrotado y sometido, por fin. Echó a andar hacia el Este. La arena del desierto volaba hacia atrás desde los tacones de sus botas de piel de serpiente. Y nada le seguía los pasos, pues el hombre oscuro no tenía sombra."
Que los dioses os bendigan y os protejan. Gracias por seguir haciendo el camino a mi lado.
Feliz fin de semana!!