lunes, 26 de marzo de 2012

Sentimientos contradictorios

Deshazte de lo Negro, o no tendrás descanso.
Esto fue lo que le dijo el Corso al ladrón en el capítulo anterior. Y el ladrón se deshizo de la escama de Nonurg, porque su encuentro con la Gudamin le había llenado el corazón de paz, y le había hecho olvidar sus dudas. Allí donde el Poder del Blanco se manifiesta con más intensidad, uno encuentra la fuerza que necesita para tomar las decisiones correctas. 

Pero lo Negro siempre está al acecho, y vuelve si se lo permitimos; basta un instante de duda para que la Oscuridad se apodere de nosotros nuevamente, y es muy difícil desprenderse de ella, porque el poder de Skadûr es precisamente el de cegarnos para que no veamos la Luz que nos rodea, ni siquiera la Luz que llevamos dentro. 

Sentimientos contradictorios nos invaden en todo momento, decisión y dudas, voluntad y desmotivación, deseo y flaqueza, fe y desesperanza. ¿Por qué cuesta tanto quedarse con los primeros, por qué tan a menudo pensamos que la única opción es rendirse? Deseamos creer, pero perdemos la fe en todo; queremos luchar, pero nos quedamos inmóviles, lamentándonos en lugar de motivarnos. Nos dejamos arrastrar hacia la locura, permitimos que Skadûr gane la batalla, nos convertimos en servidores de la Sombra, y nos hacemos daño a nosotros mismos, y hacemos daño a los que nos aman.
La Oscuridad nos convierte en monstruos.

Pero siempre hay motivos para la esperanza. Incluso en la noche más negra, brilla una Luz en alguna parte, esperando a que alces los ojos y la contemples, y te dejes inundar por el amor que desprende.
Ama y cree.
El destino siempre se cumple; también los sueños.
Confía en la sabiduría del Cosmos.
Recuerda ese lugar especial.
El destino es una rueda que gira, tarde o temprano volverás a ese lugar en el que las dudas no existen. Cuando eso suceda, aprovéchalo, recuerda lo que has aprendido a lo largo de tu viaje, vuelve al camino que abandonaste, recupera el sueño que  te hacía sentir vivo. Y vívelo sin miedo, lucha para que se convierta en una realidad, sé valiente, sé fiel a tu corazón, sé feliz.


Cuando has sido tocado por el Poder del Blanco, éste ya nunca te abandona. Pero depende de ti abrazarlo o darle la espalda. Siempre va a estar contigo, protegiéndote, dispuesto a darte la oportunidad de salvar tu alma. No esperes a que sea demasiado tarde. 


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© Bea Magaña. (Reservados todos los derechos)

El Salto de Corso (IV)

"Atravesó el Ducagua y dejó atrás los árboles, y comenzó a descender en dirección oeste con el corazón más ligero y la firme determinación de ignorar el encargo de Rodan Frais. Mejor aún, pensó cuando se detuvo a descansar a media tarde, buscaría a alguien a quien pudiera informar de los planes del nigromante, ayudaría a los servidores del Poder del Blanco a derrotar al Mago Oscuro. No sabía lo que era el Poder del Blanco, pero la idea le hizo sentirse feliz y en paz.
    Miró la bola de cristal infinitas veces, buscando en su interior la imagen que se le había mostrado en el sueño que tuvo en el Salto de Corso, pero la bola continuaba apagada, y no vio nada en ella. Eso no le desanimó.
    Dos días después de dejar atrás el Salto de Corso, harto de un viejo cuervo que parecía seguirle obsesivamente, le lanzó un puñado de piedras, pero erró cada tiro.
    Cuando se detuvo la noche siguiente, volvió a ver al cuervo; estaba posado sobre su capa extendida cerca de la hoguera que acababa de encender. Pensó en la Ventana del Tiempo y en la advertencia que el Corso le había hecho, y corrió a espantar al ave. Miraphora continuaba en un bolsillo. En el otro halló la escama de Nonurg. Asqueado más que sorprendido, la arrojó lejos.
    Continuó su camino, y su humor volvió a decaer. De pronto no tenía muy claro por qué motivo deseaba llegar a Räel Polita, y al minuto siguiente espoleaba a su caballo, con la idea de robar el libro latiéndole en las sienes.
    A medida que se alejaba del Salto de Corso, la influencia del Blanco se apagaba y, a pesar de que el Ojo de Amunik le protegía, regresaban sus dudas y el poder de Frais le invadía, y se dejaba llevar por su lado más oscuro y débil. Miraba el Ojo con insistencia y nada veía en él. Sin que Vosloora lo supiera, Miraphora se alimentaba de sus recuerdos más ocultos; pero al rechazar el poder del Blanco y rendirse a su lado oscuro, no conseguía reunir la magia necesaria para despertar al Ojo que Todo lo Ve.
    No se atrevía a soltar el Ojo de Amunik, que se había convertido en una especie de talismán para él. Y no lograba deshacerse de la escama del Darok, aunque la había lanzado lejos, incluso la había enterrado, ésta siempre volvía a su bolsillo.
    Y regresó la fiebre, y Vosloora olvidó sus buenos propósitos, y a medida que pasaban los días su avance se hacía más rápido y más fatigoso, y más firme su convicción. Robaría ese libro, se lo llevaría a su Señor. Forzó tanto a su caballo que un día éste no pudo más y se desplomó, con el hocico lleno de espuma blancuzca. Cojeando un poco a causa de la caída, Vosloora continuó a pie bajo el ardiente sol de finales del estío, durmió al raso y cuando se le acabaron las provisiones no se preocupó de conseguirse otras, y cuando se le acabó el agua bebió del Mörtem Mearae. Recuperaba la cordura por momentos, y se alegraba de viajar a pie, porque así ganaría tiempo... así perdería tiempo, porque tardaría más... tardaría más en encontrar el libro, y el mundo ganaría tiempo. Sentimientos contradictorios le estaban volviendo loco.
    Pensaba en los Dragones Plateados que vivían en Mitrali Güae, él los había visto una vez. Eran hermosos, esos dragones parecidos a cisnes gigantescos. Bellos, como aterradores eran los Darok. Destruiría el libro. Deseaba no encontrarlo. Pensaba en el libro, a veces olvidaba su importancia, y dejaba la mente en blanco, y entonces pensaba en el Ojo de Amunik, y lo sacaba del bolsillo y lo miraba, y había olvidado por qué era tan especial, pero sabía que no debía perderlo. Era su talismán, no quería perderlo. Le parecía que el cuervo que revoloteaba cerca de él era el mismo que había espantado días atrás. Le parecía que la escama negra ardía dentro del bolsillo de su camisa. Le parecía que acabaría quemando la tela y perforando su carne, y que le llegaría al corazón.
    Se desplomó sobre la arena y miró el cielo, y el sol ardiente le cegó. Se encontraba en la Playa de la Desolación, y su cordura se había hecho añicos. Escuchó los graznidos de aquel cuervo molesto y aciago. No había nada en su cabeza.
    Y un único deseo poderoso latía en ese corazón tocado por la escama de Nonurg, más fuerte que su propia voluntad, que ya no existía: conseguiría el Libro Prohibido, y regresaría para entregárselo a su legítimo dueño. A Frais, que era dueño también de su alma."

domingo, 18 de marzo de 2012

Un lugar especial

El camino es largo y está plagado de obstáculos, eso ha quedado claro, ¿cierto?
Pero en todo viaje que se precie siempre hay un momento para el descanso, y un lugar especial en el que reponer fuerzas y reencontrar la fe perdida. A veces es un lugar físico, pero no es obligatorio que lo sea. Y cuando no lo es, puede llegar a ser lo que tú quieras, lo que tú imaginas: un palacio luminoso, una acogedora cabaña en la montaña, el claro de un bosque, una playa paradisíaca, una alfombra de pieles junto a una chimenea encendida; o un blog como éste... ¿dónde has sido feliz, dónde te has sentido fuerte y amado, dónde has deseado quedarte para siempre? Piensa; recuerda, recupera las sensaciones, siéntete vivo de nuevo. Y regresa a ese lugar especial, allí donde has sentido el Poder del Blanco, la Luz que anhela tu alma, el amor que te reconforta, la fe que te hace conservar la ilusión y los sueños. Porque ese lugar especial no ha quedado atrás, lo llevas contigo en todo momento, vive en tu recuerdo, en tu corazón. Y volverás a encontrarlo cuando lo necesites, si lo deseas, si lo buscas, incluso aunque no lo busques, pues forma parte de ti, y tú formas parte de él.
Cuando has sido tocado por el Poder del Blanco, su Luz ya nunca te abandona. Y volverá a ti cuando tu aventura te lleve de nuevo ante la oscuridad de las dudas, de la desesperanza y del desaliento.
Y volverás a creer.
Y cumplirás tu destino.
Tarde o temprano, el Cosmos responde.

Hoy os dejo al ladrón en ese lugar especial. Espero que el relato os llene de esperanza. Y espero vuestra opinión.

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© Bea Magaña. (Reservados todos los derechos)

El Salto de Corso (III)

"La casa del Corso era una choza de madera que se caía a pedazos, igual de vetusta que el dueño y en tan mal estado como él. La madera carcomida presentaba grietas por las que se colaría el agua en los días lluviosos. Los cristales de la única ventana estaban rotos, y por ellos entraría el gélido viento en las noches de invierno. No había más mobiliario que dos sillas, una mesa coja y un camastro de peor aspecto que la cama de un burdel. Pero Vosloora tomó asiento muy agradecido después de la dura cabalgata cuesta arriba, se desprendió de la capa y le ofreció el barril de ron al anciano. Éste colocó dos tazas de metal abolladas sobre la mesa que cojeaba y sirvió la bebida. Después sacó una vieja pipa de alguna parte y se la llevó a la boca. Vosloora advirtió que el tipo hurgaba en su petaca raída y no encontraba una sola hebra de tabaco. No comprendía por qué la situación de ese hombre le acongojaba tanto. Buscó en sus bolsillos su propia petaca y se la puso en la mano al hombre, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.
    –Toda la vida aquí –lloriqueó el Corso, y se olvidó de la pipa y de las tazas llenas–, nadie viene a ver al Corso, y nadie le enterrará cuando muera con la pipa vacía y la garganta seca y la mirada en el horizonte, buscando a su sirena, que no volverá para alegrarle el corazón con sus cánticos.
    El ladrón no quiso entristecerle más diciéndole que las sirenas no existían. Le llenó la pipa y alzó su taza.
    –Bueno, lamento no poder hacer que veas a tu sirena, viejo, pero no morirás sin tabaco ni ron. Que al menos ése sea un motivo para brindar.
    –Eres un buen hombre, grumete –dijo el anciano, emocionado–. Acabas de salvarle la vida a este viejo.
    Vosloora bajó la cabeza. No era un buen hombre. Pero en el interior de esa choza destartalada se sentía bien consigo mismo, y apenas se acordaba de Rodan Frais o de los Onii Darok, ni siquiera del encargo que el Mago Oscuro le había ordenado. En aquel lugar, la escama de Nonurg no ejercía su nocivo poder, como lo había hecho en Ciudad del Puerto, aunque Vosloora ignoraba que el regalo del Darok influyera para algo en sus decisiones, así como desconocía que el Ojo de Amunik le influía en el sentido opuesto.
    –Pareces enfermo, grumete –dijo el Corso, mirando al ladrón con detenimiento–. Llevas una pesada carga sobre tus hombros, eso es lo que creo. Deberías quedarte a pasar la noche y descansar.
    –La verdad es que ahora me siento muy bien –reconoció Vosloora, casi con sorpresa–. Tengo la sensación de que éste es un lugar especial.
    –¿Sientes el Poder del Blanco aquí? –preguntó el Corso entre dientes, a pesar de que no tenía ni uno.
    –¿Cómo? –Vosloora sacudió la cabeza.
    El anciano suspiró.
    –¿Es un largo viaje el que debes hacer? –quiso saber–. Tal vez deberías quedarte un par de noches y descansar bien antes de seguir tu camino.
    Vosloora le miró con el ceño fruncido. Aquél no era un hombre normal. No, eso era absurdo. Era un dizseiim, longevo en extremo pero en absoluto poseedor de ningún poder mágico.
    –Debo partir cuanto antes –respondió con pena, aunque casi había olvidado el motivo y la urgencia de su viaje.
    El anciano miró su taza vacía.
    –Siempre estoy solo –repitió su lamento–. Sin amigos, sin familia. Moriré, y no habrá nadie que entierre mi viejos huesos.
    Vosloora no supo qué decir. Se vio a sí mismo, viejo y abandonado, y se le encogió el estómago. Comprendía al anciano, porque era el destino que le esperaba a él.
   –He visto un cuervo por los alrededores –continuó el Corso, como si el juicio le abandonara por momentos–. Me preguntaba si es tuyo, grumete. ¿Me lo darías? Un cuervo al menos me haría compañía. Tú no lo necesitas.
    –No tengo ningún cuervo –dijo el ladrón. Se sentía tan relajado que podría haberse quedado dormido sobre aquella mesa inestable.
    –Un cuervo negro –insistió el anciano–. Son pájaros de mal agüero, y son ladrones. Quiere algo Blanco. No debes viajar con nada Negro.
    A Vosloora se le cerraban los ojos. Era una sensación agradable.
    –Me gustaría que alguien sepultara mi cuerpo cuando muera –insistió el Corso.
    El ladrón le miró.
    –No vas a morir pronto –le dijo–. Acabas de decir que te he salvado la vida.
   –¿Sabes lo que dice mi gente? –al Corso se le iluminaron los ojos–. Dicen que si salvas la vida de alguien como yo, obtendrás un regalo especial. Otra vida, para que la reclames si mueres cuando no te ha llegado el momento. ¿Entiendes eso?
    Vosloora sacudió la cabeza. Sirvió dos vasos de ron. El anciano chupó su pipa.
    –Tú has salvado mi vida. Mas no del todo. Aún no me has mostrado lo que ansío ver.
    El ladrón pensaba que se hallaba dentro de un sueño. Le parecía estar flotando. Y a su alrededor, invisible, un aura de color blanco le llenaba de paz. Había olvidado quién era, y cuál era su misión.
    –¿Cómo podría mostrarte lo que no existe? –preguntó, aturdido.
   –La Ventana del Tiempo. El Ojo que Todo lo Ve –susurró el anciano–. Muéstrame lo que deseo ver, salva mi vida, grumete. No tendré otra oportunidad.
    –El Ojo no funciona –dijo Vosloora, como hipnotizado.
    –Hazlo funcionar –ordenó el Corso–. Salva mi alma.
    El ladrón le miró. Le parecía que detrás de aquel rostro apergaminado se escondía otro, juvenil y hermoso y asexuado, y ligeramente iridiscente. ¿Sería el ron? ¿Habría ingerido algún tipo de veneno? No sentía su propio cuerpo.
    Con manos que no sentía, buscó en sus bolsillos la bola de cristal y se la mostró al viejo pirata. El anciano miró con avidez. Vosloora también miró. Y aunque él no vio nada, el hombre esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza cuando el interior de Miraphora se iluminó y le mostró el rostro de la hermosa Ariiama.
    –Mira –le ordenó–, ¿no es preciosa?
    Vosloora se esforzó por ver algo. Pero no veía ninguna sirena, no veía nada.
    –Cree, grumete, mira con el corazón.
    Le pareció que la bola se encendía, incluso la sintió caliente en sus manos. Pero no vio una sirena. Lo que Miraphora le mostró le dejó perplejo. Una Mazome muy joven y hermosa, eso era lo que le mostraba, ¿alguna vez había conocido a una criatura así? Y tenía algo entre sus brazos, algo pequeño envuelto en un pedazo de tela, o de piel. ¿Era un bebé? No lo sabía. Ni siquiera estaba seguro de que aquella visión fuese verdadera, y no una ilusión.
    El Corso carraspeó, Vosloora parpadeó y la Ventana del Tiempo volvió a ser una bola de cristal que no funcionaba. El ladrón no estuvo seguro de que el último minuto hubiera existido, así que lo olvidó.
    –Has salvado mi alma, grumete –susurró emocionado el Corso–. Mi vida te pertenece ahora. Utilízala con bondad. Mas recuerda mis palabras: sólo aquél que sirve al Blanco podrá beneficiarse de este don que ahora te ofrezco. Aleja la Oscuridad de tu corazón, o esta vida será entregada a otro que haga algo bueno por ti. Es la Ley de las Gudamin. Conserva el Ojo de Amunik, pues sólo él te guiará por el camino recto. Deshazte de lo Negro, o no tendrás descanso.
    Vosloora guardó la Ventana del Tiempo y miró al anciano con ojos despejados. El pobre estaba desquiciado. Seguía con su monólogo, y no parecía haber advertido la presencia del ladrón.
    –¿Quién enterrará este viejo esqueleto cuando muera?
    Vosloora terminó su bebida y se puso en pie.
    –Debo partir, buen hombre. Lamento no poder acompañaros más tiempo.
   –Pero es de noche, y no debes adentrarte en el bosque de noche –dijo el Corso, alarmado–. Por favor, acepta mi hospitalidad, pues has sido generoso compartiendo tu bebida y tu tabaco conmigo, descansa en mi casa esta noche y no tientes al destino.
   Vosloora salió al exterior y descubrió con asombro que era noche cerrada. No era una buena idea continuar cuando apenas podía ver el camino. Aceptó el ofrecimiento del anciano. Durmió tranquilamente y descansó en aquella cama cochambrosa mejor de lo que lo había hecho alguna vez en la cama de una reina.
    Cuando despertó, Aeblir ya brillaba junto a Plio en el centro del cielo y calentaba la tierra, y el viejo no estaba en la choza. Y él se sentía rejuvenecido y descansado como no recordaba haber estado en años. Cogió sus pertenencias, comprobó que el Ojo de Amunik seguía en su bolsillo y salió al exterior.
    El Corso se hallaba tumbado junto al agua, en el borde del acantilado. Vosloora asió las riendas de su caballo y fue al encuentro del viejo.
    –¿Habéis pasado la noche al raso, buen hombre? –saludó con jovialidad.
   No necesitó más que una mirada para comprender que estaba hablando con un cadáver. El cuerpo del anciano parecía llevar mucho tiempo a la intemperie, era imposible que hubiera muerto la noche anterior. Vosloora se sintió desconcertado. De pronto, todo le parecía un mal sueño. Cuando menos, un sueño extraño.
    El viejo llevaba un aro de oro en su oreja derecha. Vosloora recordó las historias arcanas que había escuchado en Ciudad del puerto.
    E hizo algo que nunca antes se le habría ocurrido hacer.
   Buscó una pala dentro de la choza, cavó con ella un agujero lo suficientemente profundo y metió en él el cadáver del Corso.
    —Que los dioses te ayuden a encontrar tu camino, viejo —murmuró a modo de plegaria.
   Lo sentía como si se hubiese tratado de un familiar. Y ni siquiera estaba seguro de haberlo conocido nunca. Depositó junto al cuerpo el barril y la petaca, aunque no halló ni la pipa ni las tazas que el anciano utilizara la noche anterior. ¿Había ocurrido realmente? Lo ignoraba. Empezaba a dudar de su cordura. Echó una palada de tierra sobre el cuerpo, y le pareció oir la voz del Corso junto a su oído:
    —No olvides recoger tu pago.
    Desconcertado, miró a su alrededor, pero no había nadie. Sólo él. Sólo el Corso. Se arrodilló junto a la fosa y le quitó el aro de la oreja. ¿Acaso el difunto estaba sonriendo? No fue así como lo encontró. Y, además, se parecía a su padre. No lo había advertido la noche anterior, pero el rostro del anciano era el rostro de Bronson Vosloora. Le recorrió un estremecimiento. Tapó el cuerpo lo más deprisa que pudo y entonces se permitió descansar. No sabía qué estaba ocurriendo. Todo aquello era muy extraño. Deseaba alejarse de ese lugar.
    No supo por qué lo hizo. Obedeciendo a un impulso, sacó de su bolsa de piel la escama de Nonurg y la depositó sobre la tumba que acababa de rellenar. Al momento se sintió liberado de un peso.
    No miró atrás cuando decidió emprender su camino.
    Por ese motivo, no vio al cuervo que cogía la escama entre sus garras y echaba a volar siguiendo sus pasos.
    Y tampoco vio que sobre la tumba del anciano se extendía como por arte de magia un manto de hierba fresca y de flores preciosas, que la choza desaparecía y ocupaba su lugar un sauce milenario, y que de la tierra removida surgía una risa que sonaba como campanillas de cristal, ni vio la diminuta figura que revoloteaba por su jardín como si fuera una alegre mariposa con cuerpo de mujer y alas violetas en la espalda."

domingo, 4 de marzo de 2012

Si el entorno cambia

Sobre la importancia del entorno, segunda parte.
Ya hemos visto que la negatividad nos vuelve negativos, que cuando el mal nos rodea sale a la superficie nuestra parte mala; a veces nos volvemos malos, y hacemos daño a otros; a veces no es una cuestión de maldad, lo peor de nosotros puede ser la indiferencia, el desánimo, la desesperanza, y entonces nos hacemos daño a nosotros mismos. 
Si llevamos encima un amuleto nocivo como una escama de Darok, entonces sucumbimos sin remedio.
Pero si el entorno cambia, la situación cambia.
Y al estar rodeados de Luz podemos llegar a convertirnos en Luz.
Ante la bondad, la inocencia y la desgracia ajena, podemos llegar a descubrir que tenemos un lado bueno, podemos llegar a sentir compasión y volvernos generosos. Olvidamos el egoísmo, y con él dejamos a un lado el miedo y las dudas, sentimos la necesidad de dar, de compartir algo hermoso, y nos sentimos mejor cuando lo hacemos. Éste es el Poder del Blanco, cuando la Luz es tan intensa que inunda nuestro ser, nos volvemos Luz.
Ojalá recordáramos siempre esa sensación, y lleváramos con nosotros esa Luz todo el tiempo, nunca volverían a asaltarnos las dudas.
Veamos hoy cómo Vosloora empieza a sentir el Poder del Blanco. Recemos a los dioses por la salvación de su alma.

Para vosotras, que pedisteis más. Gracias por dejar vuestros comentarios.

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© Bea Magaña. (Reservados todos los derechos)

El Salto de Corso (II)

"—¿Te he asustado, grumete? —preguntó con voz cascada la aparición.
    ¿Vosloora era un hombre viejo? ¡Este hombre parecía doblarle la edad!
    —Por todos los dioses perversos —exclamó con voz entrecortada—. ¿De dónde salís, buen hombre? He estado a punto de precipitarme de cabeza al inframundo al veros.
    El anciano se rió como un viejo cuervo y Vosloora vio que no le quedaba un solo diente. Vestía una vieja camiseta a rayas y raídas bermudas de color negro desvaído que no habían visto el agua de cerca en varias lunas. ¿Qué extraño ser era aquél?, se preguntó. El anciano habló antes de que pudiera preguntárselo.
    —Soy el Corso —se presentó, y le tendió una mano arrugada y llena de manchas que delataban su avanzada edad—. Vigilo el camino que conduce a la otra parte del bosque, pues alguien tiene que hacerlo. Mi misión consiste en cobrar el Arancel a los viajeros que deseen entrar en la tierra de los Philias Buster, como otros lo hacen abajo, en la playa.
    —Pero yo deseo abandonar estas tierras, buen hombre —explicó Vosloora, ya recuperado del susto—. ¿Debo pagaros por ello?
    El anciano se tomó un minuto largo para pensar. Daba la impresión de no haber visto a un ser humano en mucho tiempo.
    —En ese caso —dijo, dubitativo—, creo que no. Si lo que quieres es salir...
    Sacudió la cabeza y se alejó unos pasos del ladrón. Éste le siguió, intrigado.
    —Mi memoria ya no es la de antes —se quejó el anciano, y Vosloora sintió un poco de compasión por él—. No recuerdo muchas cosas de mi cometido. ¿Debo cobrarte o no por pasar por aquí? Si ésos de ahí abajo recordaran que estoy aquí, subirían y me arrojarían al mar sin dudar.
    —¿Lleváis mucho tiempo en este lugar? —se interesó el ladrón. Mientras el viejo hablaba, caminaba renqueando en la dirección que él seguía. Hacia los árboles oscuros.
    El viejo miró al cielo y por fin se encogió de hombros.
    —Diría que llevo toda la vida aquí —respondió.
    —¿Vivís solo?
    —¿Quiénes? —se sorprendió el anciano—. Aquí sólo estoy yo.
   Vosloora sacudió la cabeza. No entendía bien a aquel hombre. Tenía un acento extraño, y al no quedarle dientes no pronunciaba con claridad.
    —¿Y qué hacéis, además de controlar el camino?
    —¿Hacemos? —volvió a extrañarse el anciano—. Soy sólo el Corso, nadie más que el Corso.
    Vosloora esbozó una sonrisa.
    —¿Pasa mucha gente por aquí, Corso? —preguntó con amabilidad.
    El anciano movió la cabeza con tristeza.
    —Sólo el Corso —dijo una vez más—. No veo a nadie, nunca. Nadie se acuerda del Corso. Y ya no me queda ron, desde hace muchísimo tiempo.
    —¿Por qué no bajáis a Ciudad del Puerto, Corso? ¿Por qué vivís aquí solo? —preguntó Vosloora, que dudaba entre compartir su ron con el viejo y no admitir que tenía ron para compartir.
    Aunque, por algún motivo, el deseo de compartirlo era más fuerte.
    —No tengo fuerzas para hacer el camino hasta la playa —se lamentó el anciano—. Ellos no se acuerdan del pobre Corso. No le traen ron ni alimentos, y no vendrán a enterrarle cuando muera, viejo y solo y olvidado.
    —Yo traigo un barril de ron —dijo Vosloora, y hasta él se sorprendió de su ofrecimiento, pero no pudo evitar seguir hablando—. Si queréis, puedo compartirlo con vos.
    Los ojos apagados del anciano se abrieron mucho.
    —Eres un enviado de los dioses, grumete —exclamó, contento—. Ven a mi casa y beberemos juntos."

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Por Susana © Registrado por Bea Magaña

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