sábado, 25 de enero de 2014

Empieza el viaje


EL OSO Y EL DRAGÓN (I)
©Bea Magaña. Reservados todos los derechos.

Llegaba el crepúsculo y la tormenta arreciaba. El viento helado que soplaba desde las montañas le dañaba los ojos, haciéndole lagrimear, pero Brend no se acobardó ni se dejó vencer por el cansancio. Ignoraba cuántos días más tendría que continuar caminando a través de aquella vasta llanura congelada, y tampoco sabía si conseguiría llegar a su destino. Había perdido la noción del tiempo, y no estaba seguro de seguir la dirección correcta. Avanzaban despacio, pues el peso del dragón era excesivo incluso para la fortaleza de Rush. El enorme animal tiraba del trineo y Brend tenía que ayudarle constantemente. El desierto se le antojaba eterno. Hacía horas que el dragón no se movía.
Nadie sabía a ciencia cierta cuáles eran las dimensiones del Desierto de Hielo. Los Hijos de los Búfalos vivían al sur de éste, en las agrestes Llanuras de Adaven, y nunca se internaban en él. Brend ignoraba qué clase de gente moraba más allá. Xaina Dalnu era un país muy extenso, frío y cubierto de nieve todo el año; en esas condiciones no parecía improbable que estuviera deshabitado. No obstante, era de todos sabido que los Albos tenían su hogar en algún cercano a las Montañas Heladas. Eso se decía. Y Brend quería creerlo. La única esperanza para el dragón era encontrar a los Hijos de la Nieve. Eso pensaba Brend. El cazador no descansaría hasta dar con ellos.
O moriría en el intento.
Parecía que ése era su inevitable destino, morir sin haber alcanzado el final del desierto. Sin embargo, Brend había estado a punto de morir una vez, y había sobrevivido al ataque del gran Oso Negro. No tenía miedo ahora. Su decisión era más fuerte que el temor. Fatigado, aterido y hambriento, continuó avanzando sin permitirse aciagos pensamientos. La determinación de Rush era tan firme como la suya.
Al inicio de su viaje, la sangre caliente y oscura del dragón había empapado las huellas que iba dejando el trineo sobre la nieve y había atraído a un numeroso grupo de yeinas, pero Brend las había mantenido a distancia con sus flechas. No parecía haber carroñeros en el interior del desierto. En realidad, no veía señales de que nada viviera en él. El trineo se deslizaba con mayor facilidad sobre el hielo y apenas dejaba huellas, y las que dejaba eran borradas inmediatamente por el viento. Frente a ellos, el desierto parecía interminable. La tormenta de nieve les azotaba y les impedía ver hacia dónde se dirigían. El dragón había dejado de sangrar y el cazador no dejaba de vigilarlo, preocupado. Ignoraba si aquello era una buena señal, si era a consecuencia del frío que ya no sangrara o una defensa que la propia criatura empleaba para sobrevivir. Le parecía que aún respiraba. Apretó el paso, temeroso de no llegar a tiempo.
Brend no sabía nada sobre dragones. El que llevaba en el trineo, malherido, era el primero que veía en su vida. Era una criatura hermosa y magnífica, de cuerpo largo y estrecho, grandes patas terminadas en zarpas y ojos de rubí que ahora brillaban con una luz mortecina. Su enorme cabeza era redonda y su hocico achatado, pero poblado de dientes afilados como los de los lobos. No parecía tener orejas, su cuerpo estaba cubierto de escamas nacaradas, era suave al tacto. El joven cazador desconocía su poder y se preguntaba si resistiría ese viaje o si moriría durante el trayecto.
Hacía días que caminaba a grandes zancadas, cubierto de pieles hasta la nariz, sin decir una sola palabra. A veces se detenía un momento, acariciaba la cabeza de Rush y miraba su preciosa carga. El dragón era joven, pero lo suficientemente grande para que parte de su cuerpo se arrastrara fuera del trineo. Le miraba con sus enormes ojos de rubí, pero no se movía ni emitía sonido alguno. Brend volvía entonces la vista al frente y caminaba más deprisa. No se había atrevido a detenerse para comer ni para dormir, pero no se permitía flaquear. Cuando sentía que le abandonaban las fuerzas, sacaba de su morral un pedazo de cecina de venado y lo masticaba penosamente. De vez en cuando se agachaba, cogía un puñado de nieve y se lo llevaba a la boca. Desde que habían entrado en el desierto, conseguir un puñado de nieve había resultado algo más difícil. La sed y el frío habían cuarteado sus labios.
Brend pensaba en su familia mientras daba un paso tras otro, recordaba los rostros de sus padres y hermanos para darse ánimos, pensaba en sus primos y primas, en sus aventuras y en las fiestas que celebraban juntos, y el deseo de reunirse con ellos mantenía su corazón caliente y le daba fuerzas. Su vida pasaba ante sus ojos, y sonreía bajo la capucha de piel porque había tenido una existencia grata y satisfactoria. Se preguntaba si volvería a ver a Namoi. Echaba de menos el verde de los campos y el marrón de las tierras yermas, el rojo del fuego, y la cerveza de miel de Askiven.
Volvió a mirar los ojos del dragón. Éste le devolvió la mirada. En la creciente oscuridad, su cuerpo escamoso se destacaba con una especie de iridiscencia. Brend esbozó una sonrisa porque aún estaba vivo. La lengua de Rush colgaba larga hacia el suelo, pero el animal no daba muestras de cansancio. Brend se preguntó si los dragones podían comunicarse con los lobos, aunque no pudieran hablar con los hombres. Rush parecía comprender la importancia de alcanzar rápidamente las Montañas Heladas, y concentraba toda su energía en arrastrar el trineo. A veces aceptaba un buen pedazo de carne ahumada de manos de Brend, y la masticaba sin dejar de trotar. El cazador se sentía muy orgulloso de él.
Había encontrado a Rush hacía cuatro años, durante una de sus salidas en solitario en busca de nuevas presas y aventuras. Un animal muy grande había atacado a la manada, y sólo había sobrevivido el cachorro, al que Rush había cuidado y alimentado durante la noche. Después lo había llevado a la aldea y se había enfrentado a los cazadores, quienes se opusieron a tener un lobo blanco entre ellos. Los lobos blancos eran asesinos, y crecían de forma monstruosa, mucho más que los lobos grises que vivían en los cerros de Odnaven, pues eran descendientes de Naoned, la loba cavernaria de la leyenda. Al final, el anciano Shamán decidió que Brend y el cachorro eran hermanos de espíritu, y nadie dudó de que las señales eran claras: el gran Oso Negro había atacado a los dos, y ambos habían sobrevivido. Rush era su mejor amigo. Brend habría dado la vida por defender a su lobo. Asimismo, creía sinceramente que Rush le protegería hasta la muerte.
No se podía dudar de la nobleza del enorme animal. Era fuerte y valeroso además de bello. Había sido él quien encontrara al dragón, en realidad. Él, que había forcejeado hasta que Brend consintió en quitarle el arnés, y había aullado hasta desgañitarse para llamar su atención. Rush, el noble lobo blanco de mirada fiera y amenazadoras fauces, de algún modo había convencido a Brend de que debían desviarse de su camino. Había lamido las heridas del dragón y había tirado del trineo con tesón, encaminándose hacia Sibh-Eryal como si supiera lo que hacía. Brend había confiado en Rush. Ocho días después, exhausto, hambriento y enfebrecido, y tal vez perdido en mitad del desierto, seguía confiando en él.
Brend era hijo de cazadores, y había sido educado desde niño para seguir los pasos de sus padres y abuelos. Amaba la nieve, la caza, el riesgo y la aventura, y siempre estaba dispuesto a salir, acompañado o solo, en busca de nuevas presas. A los catorce años se había unido por primera vez a su padre y a sus tíos y, aunque no había conseguido dar muerte al gran Búfalo Gris, se había ganado el reconocimiento de los suyos y el respeto de los más ancianos, así como la admiración de sus padres y la adoración de los más jóvenes, quienes le habían convertido casi en una leyenda. A los diecisiete años había salido de caza solo por primera vez. A los diecinueve había encontrado a Rush. A los veinte se había enamorado.
Y ahora corría sin saberlo a encontrarse con su destino, con su lobo adulto a un lado y un dragón moribundo a sus espaldas, y sólo pensaba en Askiven y en su adorada prima Namoi.

lunes, 20 de enero de 2014

Un nuevo ciclo


¿Recuerdas lo que siempre te digo, que no hay peor batalla que la que uno libra contra sí mismo?

Llevo mucho tiempo sin pisar Thèramon. Demasiado tiempo sin acercarme al Templo de Alodial a rezar a Enlil, a Neera y a Ulcus, sin caminar a lo largo del Corredor junto a dos jóvenes príncipes Raelitaro, sin acercarme a Mitrali Güae para escuchar cantar a los plateados Swan, sin adentrarme en el temido Desierto de las Ilusiones, sin recorrer las oscuras calles de Maindûr; demasiado tiempo sin venir a pedir consejo a los sabios Ilohiim, sin cabalgar junto a los Caballeros de Mersha, sin enfrentarme a los desquiciados Philias Buster, sin guerrear junto a las valerosas Drin Mazome; demasiado tiempo sin sentarme en mi mesa favorita de la Taberna de Óster a tomar una cerveza y a hablar de dragones y unicornios.

Demasiado tiempo luchando contra Skadûr, contra la Oscuridad y la tristeza, contra las dudas, el miedo y el bloqueo.

No voy a mentirte. No voy a decirte que por fin he resultado vencedora. Creo que mi batalla interior no ha terminado todavía. He dejado atrás muchos temores, la mayoría de mis dudas, gran parte de la tristeza y casi toda la Oscuridad. He soltado mucho lastre emocional y he conseguido romper el bloqueo que me impedía respirar con naturalidad. He dado palos de ciego durante meses, buscando el camino de regreso a Thèramon, me he detenido, he tomado caminos equivocados, he encontrado Luz donde menos lo esperaba y he empezado a dar pasitos tímidos que con el paso de los días se han ido convirtiendo en pasos cada vez más decididos. Ahora sé a dónde quiero llegar, y de nuevo el camino se muestra ante mis ojos sin más obstáculos que algunos absurdos espejismos provocados por las pocas dudas que aún me quedan. No sé a cuántas derrotas voy a tener que enfrentarme todavía, pero estoy dispuesta a seguir levantándome tras cada caída. Hasta conseguirlo. Hasta alcanzar mi destino.

He aprendido que ninguna derrota es un fracaso. Que sólo si nos rendimos estamos fracasando. De cada derrota aprendemos y nos llevamos una valiosa lección que nos ayuda a vencer más adelante. Ya no hay miedo al fracaso; tampoco hay miedo al éxito. Lo único que me frena soy yo misma, y estoy muy cerca de congraciarme con esa parte de mí que me impide avanzar. Necesitaba alejarme de Thèramon para volver a Thèramon. Necesitaba escribir Z, sacar toda la rabia y cerrar un ciclo para volver a ser la laudaner, la dragona, la diosa creadora de mundos, la que ama y cree, la que sabe que todos los sueños se cumplen, también el destino.

Ya estoy preparada para volver. Y traigo nuevas historias para ti. Historias de dragones y unicornios, de princesas y de ladrones y de mujeres guerreras y de hombres oscuros; historias de cazadores de búfalos, de sabios albinos, de hombres-pájaro, de ejércitos infernales. Sin olvidar a los personajes a los que ya conoces, voy a dejarlos momentáneamente a un lado y te voy a presentar a otros que comparten la misma historia, aunque en un país diferente. Este año voy a llevarte a Xaina Dalnu, el País de las Nieves. Quiero contarte una historia de pérdida, de sanación, de encuentros, de decisión, de aceptación. Porque he cerrado un ciclo, y el nuevo ciclo empieza de esta forma: dejando atrás algo que amaba, algo que me impedía aceptar quién soy y lo que soy, enfrentándome a la pérdida y al vacío, caminando a pesar de la desolación y de la soledad, aceptando la misión que me fue encomendada.

Ignoro si sigues ahí, dispuesto a continuar el viaje a mi lado. Creo que sí, pero no puedo estar segura. Hace tiempo dejé de responder a tus comentarios, no podía comunicarme, y después tú dejaste de comentar. Pero el contador de visitas ha seguido subiendo a pesar de mi silencio y de esta larga pausa. Supongo que no te has marchado del todo. Yo tampoco me he ido nunca del todo.

Sea como sea, voy a seguir contándote historias, por si sigues interesado en leerlas. Pero sobre todo voy a seguir contando Historias de Thèramon porque lo necesito. Ya sabes: tanto como respirar.

La próxima vez que nos veamos, no hablaré yo; hablará la laudaner. Ya tengo el texto preparado. Hoy te dejo una imagen de la parte de Thèramon que vamos a recorrer durante los próximos meses. Y el título del capítulo que colgaré en mi próxima entrada: El Oso y el Dragón.

Que Enlil te bendiga.

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Por Susana © Registrado por Bea Magaña

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