EL
OSO Y EL DRAGÓN (II)
(c)
Bea Magaña (Reservados todos los derechos)
Los
Hijos de los Búfalos, como se llamaban a sí mismos, vivían en las
llanuras de Adaven, en el sur de Xaina Dalnu, repartidos en dos
docenas de aldeas que Brend visitaba con frecuencia a lo largo del
año. Dos días enteros de viaje a pie separaban cada aldea de la
siguiente, y era corriente que primos y primas llegaran de visita y
se quedaran varias semanas, participando juntos en pequeñas cacerías
durante el día y celebrando fiestas durante la noche. Brend era muy
querido por sus familiares, y pasaba largas temporadas fuera del
hogar de sus padres, aunque siempre estaba de vuelta para la
temporada del Búfalo Gris.
Siempre
era invierno en el País de la Nieve, pero existían distintas
estaciones, que se diferenciaban entre sí por la intensidad del frío
y de las nevadas y de la luz diurna, y por la fauna. La caza del
Búfalo Gris era el acontecimiento más importante de la primavera,
estación en la que muchos animales llegaban del norte y del este y
se reunían en los límites del Desierto de Hielo, donde la nieve
parecía retirarse y se podían encontrar multitud de parajes
cubiertos de agua y de verde. También en la primavera despertaban de
su hibernación los grandes Osos Negros, aunque se decía que no
quedaban muchos y que era muy difícil encontrarse con alguno.
A
los catorce años, el joven Brend se había visto las caras con un
viejo Oso Negro, y había vivido para contarlo.
Era
costumbre que los muchachos participaran en su primera cacería al
cumplir los catorce años, acompañando a sus mayores, y demostraran
su valor matando o ayudando a matar al gran búfalo, lo que les
convertiría en hombres y en auténticos cazadores. El día que Brend
se inició en la caza, todos se sintieron muy decepcionados de él.
Los
cazadores regresaron a la aldea portando un magnífico ejemplar de
Búfalo Gris, los rostros cansados y alegres; tres hombres habían
resultado heridos y dos muchachos habían conseguido cubrirse de
gloria. Brend no estaba entre ellos. El hijo del valeroso Bärn había
desaparecido antes de que llegaran al claro donde se encontraban los
búfalos, y no había regresado a la aldea. La preocupación y la
vergüenza lucharon en el interior de Bärn, y al final ganó la
vergüenza. A los ojos de todos los cazadores, Brend había resultado
ser un cobarde, y esto había disgustado y apenado mucho al hombre.
No quiso mirarle a la cara cuando le vio llegar mucho después,
cargando sobre los hombros un animalejo no mayor que una oveja y con
aspecto fatigado. Brend sólo había logrado matar a un desmán
gigante, y esto le valió miradas de reproche y de burla que, no
obstante, duraron solamente unos minutos.
—¿Tanto
esfuerzo le ha costado cazar una rata? —se mofó alguien a la
izquierda del muchacho.
Las
risas de los niños no acobardaron a Brend. Depositó su captura a
los pies de su padre y se arrodilló ante él, esperando su
reconocimiento. El gran cazador miró la pieza con ira y tristeza y
le dio la espalda a su hijo.
Al
ver la reacción del Thain, los tíos y los primos de Brend le dieron
también la espalda.
En
silencio, todos los cazadores le dieron la espalda.
Entre
murmullos de reprobación, los ancianos le dieron la espalda.
Sus
hermanos mayores, avergonzados, le dieron la espalda.
Su
madre, con lágrimas de pena y de vergüenza brillándole en los
ojos, apartó el rostro.
Su
hermano Barom, que tenía dieciséis años y había conseguido
grandes honores al clavar su lanza en el costado de un búfalo en su
primera cacería, le miró con ojos centelleantes y le susurró con
desprecio:
—Eres
un cobarde, Brend. Has abandonado a los tuyos y te atreves a volver
trayendo una rata como disculpa, deshonrándonos a todos. Habrías
hecho mejor en no regresar a la aldea. Me avergüenzo de ser hermano
tuyo.
Y
también le dio la espalda.
A
la luz de la hoguera, los ojos de Brend brillaron de lágrimas y su
frente de sudor. A su alrededor todo eran espaldas y silencio. Brend
sabía bien qué significaba aquello: su aldea le rechazaba, le
expulsaba. No obstante, a pesar de que le subía la fiebre y empezaba
a perder el conocimiento, se mantuvo en su postura, espalda recta y
frente muy alta. No era ningún cobarde. Había vuelto porque estaba
en su derecho, y no iba a marcharse en silencio con la cabeza gacha y
el honor hecho pedazos.
Cazar
animales pequeños no constituía una deshonra, y el desmán que
había traído era en realidad un ejemplar de gran tamaño, y su
carne era apreciada. Pero nadie le perdonaría que hubiera
desaparecido, demostrando tan descaradamente su miedo en su primera
cacería.
La
figura vuelta de su padre se tornó borrosa, pues se le nublaba la
vista. Un segundo después se desplomó junto a su pieza y nadie se
acercó para asistirle. Había dejado de ser alguien en la aldea;
había dejado de existir para los suyos.
Pero
la verdad era que Brend no había temido la caza, como todos
pensaron. Aunque había pasado mucho miedo ese día. Y no había
huido ni se había escondido, aunque más tarde no sería capaz de
explicar cómo había llegado a separarse del grupo. Los había
seguido todo el camino, emocionado y deseoso de demostrar su valía,
acompañando a sus primos en una canción de caza para propiciar la
buena suerte y el éxito, el carcaj lleno de flechas rebotando contra
su espalda y la lanza firmemente sujeta en su mano izquierda. Los
adultos marchaban en cabeza y los más jóvenes detrás. Las
canciones habían cesado. Tres oteadores se habían adelantado. El
viento que soplaba desde el desierto era gélido y dañaba los ojos
del muchacho. Habían reanudado la marcha, y él se había situado a
la izquierda, detrás del grupo que encabezaba su padre.
Había
resbalado. Sin que los demás se percataran, ya que estaban demasiado
ocupados avanzando y tomando posiciones, Brend se había hundido un
metro en la nieve y no se había atrevido a gritar para llamar la
atención del grupo, pues le habían enseñado que el silencio y el
sigilo eran las mejores armas de un buen cazador. Al forcejear para
tratar de salir a la superficie se había hundido más, y había
perdido de vista a los suyos. Por fin se había visto arrastrado
hacia abajo, se había deslizado en silencio con los ojos
desorbitados y la boca demasiado llena de nieve para gritar. La caza
había comenzado y nadie se había acordado del muchacho. Éste había
rodado por una pendiente poco pronunciada y la nieve se lo había
tragado.
Claro
que nadie creería su historia, pues los cazadores del ala izquierda
del grupo habían pasado antes por allí y ninguno se había hundido;
y todos eran más grandes y pesados que él. Pero así había
sucedido, y así fue como lo relató cuando le dieron la oportunidad
de hablar.
Belamí
tenía sólo cinco años y adoraba a su hermano Brend. Escondida
detrás de las piernas de su madre, observó la reacción de todo el
pueblo y no la comprendió: Brend había cazado algo, después de
todo, y a nadie parecía importarle eso. Cuando le vio desplomarse
con los ojos cerrados y una mueca de dolor en el rostro, corrió a su
lado y se arrodilló junto a él. Le llamó con su vocecita de niña,
pero su hermano no abrió los ojos. Bärn se giró y trató de
apartarla. La pequeña se aferró a las ropas de su hermano y
protestó a gritos.
—Vuelve
al lado de tu madre —ordenó Bärn, y miró con pena a su hijo,
aunque su voz sonó firme y autoritaria.
Belamí
vio la sangre antes que nadie.
—Tu
hermano ha deshonrado a este pueblo —dijo Bärn con tristeza—, y
a todos los Olaf Ubbimen. No debes sentir compasión por él.
—Pero
Brend está herido —sollozó la niña, y apartó las pieles que
cubrían el torso de su hermano antes de que su madre consiguiera
levantarla en brazos para llevársela.
—¿Una
rata ha herido a Brend? —susurró alguien a su derecha con tono
despectivo.
Hubo
algunas risas.
Pero
Naolah ya había visto las heridas de su hijo, y se arrodilló a su
lado.
La
caída le había atontado. Había sacudido la cabeza para
despejársela y había mirado a su alrededor. Tenía la sensación de
que la tierra se había abierto bajo sus pies y se lo había tragado,
y pensó que había llegado al tenebroso inframundo antes de
comprender que se hallaba en el interior de una cueva de grandes
dimensiones. Desde una abertura en el techo, la misma por la que él
había caído, entraba una luz mortecina. Quedaba a demasiada altura,
no tenía modo de alcanzar el exterior desde el suelo. Había perdido
su lanza y la mayoría de sus flechas. Y había perdido a su grupo.
Mareado y dolorido, se había puesto en pie y había buscado una
salida. No tenía idea de dónde estaba.
Naolah
habló desde el suelo, la cabeza alzada hacia su esposo, quien se
negaba a mirarla. Su voz sonó a ruego, pero firme.
—Eres
un bravo cazador y un líder justo, y siempre has sido un buen padre.
No le des la espalda a tu hijo ahora, Bärn, mira primero sus
heridas. Mi pueblo, los Grosso Mennaro, sin ser cazadores
reconocerían inmediatamente estas huellas que nuestro hijo tiene en
su pecho. Solamente un oso dejaría estas marcas.
Todos
se acercaron para mirar.
—Un
oso muy grande —asintió Bärn, después de estudiar las heridas
del muchacho. Y había orgullo en su voz.
Al
oir la afirmación del Thain, todos los habitantes de la aldea, que
se hallaban congregados en aquel lugar, suspiraron y emitieron
exclamaciones de alivio y de satisfacción. Cuatro cazadores se
apresuraron a levantar al muchacho para llevarlo a un lugar caliente
y seco. Belamí no se separó del cuerpo inconsciente de su hermano
hasta que éste se recuperó.
Brend
fue curado y muy bien cuidado esa noche y las siguientes, y su padre
no le molestó con preguntas mientras le duró la fiebre. Tres días
después, aún acostado y arropado con pieles hasta la barbilla, fue
capaz de explicarles lo que recordaba de su aventura.
Se
había topado con el oso junto a la entrada de la cueva, si eso era
aquel lugar; no le dio vergüenza confesar que se había quedado
paralizado delante del animal. Era un Oso Negro enorme y viejo, y vio
a Brend enseguida. Muy pocos habían visto a uno tan de cerca, pero
todos sabían que los Osos Negros eran asesinos y comedores de
hombres. Incluso un adulto fornido y valeroso como su padre habría
temblado ante aquél. Brend no había sabido qué hacer, su cuchillo
no habría llegado a traspasar el espeso pelaje del oso, ni siquiera
habría podido acercarse tanto como para intentar clavárselo. No se
acordó del arco que llevaba a la espalda. El animal gruñó y
arremetió contra él. Brend había echado a correr, y tampoco trató
de ocultárselo a su padre. Pero el oso había sido más rápido y le
había lanzado un zarpazo. El dolor había sido instantáneo e
intenso. Brend se había encomendado a los dioses.
El
oso había despertado hambriento y atacó al muchacho con furia.
Herido en el pecho y en los brazos, Brend había sacado su cuchillo
dispuesto a morir como un valiente. El cuchillo había cortado el
aire delante de la cara del oso. El animal había rugido. De algún
modo, el muchacho había conseguido herirle cerca del hocico.
Enfurecido, el oso se había puesto a dos patas y le había dado otro
zarpazo. Brend había caído al suelo sin sentido, y en su cabeza
habían sonado un centenar de campanas celestiales dándole la
bienvenida al Jardín Encantado de los Dioses.
Mucho
más tarde había abierto los ojos. El oso había desaparecido, y
también las campanas que había escuchado, si acaso habían existido
fuera de su cabeza. Enfebrecido y sintiéndose muy débil, había
abandonado la guarida del Oso Negro y había buscado a los suyos.
Había anochecido, pero aún pudo ver al desmán escarbando con su
hocico trompetudo entre la nieve. Recordando el rostro de su padre,
Brend le había disparado una única flecha certera. La luna había
salido, y le ayudó a orientarse. Arrastrar al desmán le había
costado un terrible esfuerzo, pero había llegado a la aldea y se lo
había cargado a los hombros para aparecer ante su padre como un
cazador, no como una vieja debilitada trasportando un pesado fardo.
Desde
esa noche, nadie volvió a burlarse de él y de su primera captura.
Los más pequeños le llamaban a menudo Brendoso el Negro. Desde
entonces, la zarpa del oso se mantuvo visible en su pecho, una huella
cicatrizada que decía a cualquiera que la mirase que Brend era un
valeroso cazador, y por ello todos le respetaban y le querían tanto
como a su padre, el gran Thain.
Cuando
se recuperó de sus heridas y pudo por fin levantarse, Bärn le llevó
a la cabaña de Malúak y le dijo que se sentía muy orgulloso de él.
Naolah le besó en la frente y le susurró que no debía tener miedo.
Se había comportado como un verdadero hombre en la caza; Malúak le
enseñaría algo que todos los cazadores juntos no habrían podido
ayudarle a aprender. Entró en la cabaña de la mujer después de
recibir las bendiciones de sus padres. Malúak le sonrió.
Todos
los niños soñaban con la cabaña de Malúak y esperaban anhelantes
el momento de entrar y quedarse a solas con ella. Era una mujer
hermosa de treinta años a la que todos en la aldea conocían y
apreciaban. Ella era la Knupsmasse, la Desfloradora, la encargada de
enseñar a los muchachos a ser hombres en su primera vez. Brend había
fantaseado con aquella ocasión varias veces, pero cuando por fin
estuvo frente a ella le temblaron las rodillas. Malúak le habló, y
él olvidó su temor; ella le ofreció un bebedizo y el muchacho
perdió su nerviosismo.
Así
fue como, tres semanas después de haber sobrevivido a su encuentro
con el Oso Negro, Brend se convirtió en un hombre, y pensó que no
podría olvidar a Malúak jamás.
Pero
la olvidó, porque la caza y la aventura ocuparon todo su tiempo y
sus pensamientos. Pasaron los años, y Brend no volvió a preocuparse
por las mujeres, hasta que un día conoció a Namoi y miró por
primera vez con sus ojos de hombre, y avanzó en pos de su destino.
En
pos de su destino, sin correr, sin detenerse, avanzaba ahora, y
recordaba el pasado, y se preguntaba si en cualquier momento
escucharía la voz del viento susurrarle al oído al pasar junto a él
de viaje hacia el Mar del Último Día.
Rush
gruñó y Brend sacudió la cabeza. El sueño y el cansancio le
estaban venciendo. Se destapó la cara y el viento gélido le hirió,
pero también le despejó. No podía quedar mucho. Lo deseó con todo
su corazón.