Cuando se cierra una
puerta, se abre una ventana en algún lado.
Nada nuevo puede nacer si
algo viejo no muere antes.
Si sigues mirando hacia
atrás, nunca verás lo que te aguarda delante.
La vida sigue, dice la
gente, cuando intenta consolar a quien ha sufrido una pérdida. La
orquesta sigue tocando, el show debe continuar, como cantaba el gran
Freddie Mercury. Hay que aceptar, hay que pasar página, hay que
cerrar la puerta y mirar hacia el futuro.
La gente habla
creyendo que así ayuda, pero la gente no sabe nada: sólo uno es
capaz de conocer la intensidad del dolor, porque es uno quien lo
lleva dentro. La gente dice que la vida sigue, que llorar es bueno,
que el tiempo lo cura todo. Pero nadie tiene una explicación para lo
ocurrido, nadie propone una solución, nadie señala a un culpable. Y
uno carga con su parte de culpa, y no responde a los comentarios
inútiles, y no explica cómo se siente en realidad, porque sabe que
nadie podrá comprenderle.
Ánimo, amiga; que todo
se supera. Que la vida sigue. Has perdido lo que más amabas, pero la
orquesta continúa tocando. Se te ha roto el corazón, pero sigues
viva. Y mientras hay vida, hay esperanza. Estás sola. Debes
aceptarlo. Puede que no te guste la música, pero con el tiempo
tendrás que bailar.
Pero la aceptación no
pone el motor en marcha.
Y cuando el vacío que
sientes es tan grande que no puedes expresarlo con palabras, cuando
no puedes escribir porque se te ha roto el corazón, cuando no te
salen historias porque no te queda nada hermoso que transmitir...
permites que la Sombra se apodere de ti, y pierdes las ganas de
vivir, y pierdes la fe en todo, en el amor, en los dioses, en ti
mismo.
Y una recibe apoyo moral
y afecto a raudales, pero nadie parece tener un buen consejo, o una
fórmula mágica que la ayude a levantar cabeza. Y una tiene que
levantarse sola, encontrar por sí misma un motivo para desear dar el
primer paso.
Cuesta...
Lleva su tiempo.
Pero un día, por fin,
una deja de arrastrarse y hace un esfuerzo y se pone en pie, al
principio se tambalea, luego da un paso... el primer paso siempre es
el más difícil, pero después una camina por inercia. Al principio
sin sentir, como una autómata, pero es un comienzo.
La orquesta sigue
tocando. Y un día comprendes que el baile es un acto mecánico.
Con el tiempo, un robot
puede volverse humano.
Hoy voy a hacer algo que
no he hecho antes. Voy a compartir un relato que no tiene que ver con
Thèramon, y lo voy a copiar entero; aviso ahora: es largo. Pero
después de casi un mes sin tener nada mío que leer, quizás alguno
de vosotros se anime a leerlo hasta el final. Es algo que escribí
después de que mi padre muriese, justo antes de que me sobreviniera
el Bloqueo y no fuera capaz de escribir ni una simple postal de
Navidad durante años. Así me sentí ante la pérdida sufrida, y así
es como me he sentido en los últimos tiempos. No encuentro otro modo
de expresarlo, y al mismo tiempo es un agradecimiento a los amigos
que han estado a mi lado en los peores momentos, y una disculpa por
haberles fallado, por haber dejado que la Oscuridad se apoderase de
mi alma, por haberme centrado tanto en mi dolor y haberles, en cierto
modo, abandonado. No podía hablar de ello, tampoco podía escribir.
Pido perdón por haber sido idiota. He permitido que la tristeza
durase demasiado tiempo. No me he olvidado de mis amigos, me he
olvidado de mí misma. He olvidado mis sueños. He olvidado que amo y
creo, a pesar de todas las cosas malas y tristes.
Pero algo ha conseguido
que el motor se ponga en marcha. Y hoy ya no quiero seguir mirando al
pasado. Lo que tenga que ser, será. El Cosmos dirá. Y mientras
llega el momento de ver mis sueños cumplidos, seguiré escribiendo,
porque vuelvo a creer en mí misma. Y con amor voy a seguir haciendo
el viaje, acompañada o sola, hasta llegar a mi destino.
©Bea Magaña (Reservados todos los derechos)
"El mundo se encontraba a
oscuras. Su cabeza reposaba sobre una almohada que debería haberse
hallado en el suelo. Se sentía descansado, y también entumecido,
como si hubiera permanecido mucho tiempo inmóvil en la misma
postura. Se sentó con cierto esfuerzo y vio que la persiana estaba
bajada. Giró la cabeza y vio la puerta cerrada. Más cerca, junto a
la cama, una silla vacía le hacía compañía. Frunció el ceño sin
darse cuenta. Intentó comprender aquel enigma, no tuvo éxito. Una
especie de niebla dentro de su cabeza le impedía pensar. Volvió a
tenderse de espaldas, cerró los ojos, probó a dormirse de nuevo. El
sueño no vino. Tenía la sensación de que ya había hecho aquello
antes, varias veces. No le importó que fuera cierto.
Cuando la necesidad de
ir al lavabo se volvió acuciante, se levantó.
Las primeras horas de su
despertar se habían perdido en las brumas de una memoria aquejada de
amnesia temporal. El muchacho desorientado se deslizaba como en un
sueño por el escenario vacío del mundo, transformado en un autómata
que se movía por inercia. Lagunas en su memoria, sensación de
irrealidad, acciones rutinarias de las que no tenía conciencia: se
duchó, se vistió, comió; no habló, no tenía nada que decir. Su
madre habló poco, nerviosa o temerosa, Alex no la escuchaba del
todo, tampoco respondió a su abrazo, no quería consuelo, no pensó
que ella pudiera necesitarlo. No pensaba, en realidad, no sentía
nada.
Las horas pasaron en
silencio.
El silencio se le
antojaba obligado, la conmoción metamorfoseada en desidia le impedía
romperlo. Su madre le miraba con los labios apretados y el corazón
encogido, profundas ojeras en su rostro demacrado que no conmovieron
el corazón inerte del hijo que pocos días atrás la había acusado
de traición y que de pronto no le dirigía la palabra. A ratos
sonaba el teléfono. En esos momentos, a Alex se le hacía un nudo en
el estómago y se le secaba la garganta. Algunas personas querían
hablar con él, pero él negaba con la cabeza y no se ponía. No
sentía deseos ni necesidad de romper el silencio. Albert no llamó.
El alivio y la culpa se confundían, ambos sentimientos iban en dos
direcciones distintas.
Las horas pasaron en
blanco.
Recuerdos fragmentados,
deambular constante, visitas al despacho vacío, fotografías
volcadas, incapacidad para derramar una lágrima. El violín había
enmudecido, también la flauta, el órgano electrónico sólo sabía
interpretar una melodía fúnebre y desacompasada. Su madre sentada
en el sofá, junto al teléfono silencioso, expresión ausente y una
taza de tila que se enfriaba entre sus manos temblorosas. Los libros
hablaban en un idioma extranjero, jugar al ordenador era una
blasfemia; la calle era una selva inexplorada y amenazadora espiada
con anhelo y temor supersticioso desde la ventana cerrada del segundo
piso.
El timbre del teléfono
cercenando el silencio, estridente y ofensivo como la risa en un
velatorio. Curiosidad insatisfecha, esperanza incumplida. Lágrimas
en los ojos de su madre, que hablaba en susurros sin advertir la
presencia fantasmal de Alex junto a la puerta del comedor. Frases
escuchadas a medias y al principio no comprendidas, retazos de
información almacenada con esfuerzo y apenas procesada. Su madre
intentando hacerle hablar, tarea inútil además de complicada; Alex
recogía información y permanecía mudo, perdido en el interior de
su cabeza, indolente, hermético, igual que un autómata.
Al atardecer el teléfono
enmudeció. La esperanza se hizo añicos, el horror cobró forma
después de una cena temprana y frugal; finalizada la jornada
laboral, le llegaba el turno a las visitas de compromiso. Rostros
consternados, rostros serenos, rostros compasivos desfilando ante sus
ojos, aire de luto y tragedia, pañuelo a punto y susurros cómplices,
apretones de manos y carreras escaleras arriba para huir de las
frases de condolencia y de ánimo. Descubrir lo que se ocultaba
detrás de la cortina negra del olvido consciente, comprender que la
negación era inútil, reconocer que lo había sabido desde el
momento en que abrió los ojos, sentir resquebrajarse el corazón.
Roberto Belmonte estaba
muerto. No había sido una pesadilla, había ocurrido de verdad. Alex
se había quedado sin padre.
Y la culpa, acompañando
a este pensamiento egoísta, la culpa que pesaba como una losa en su
corazón atormentado.
El estómago no pudo
retener la comida, las tazas de tila se duplicaron sobre la mesita
baja del comedor. Los brazos amorosos de la madre desconsolada no
podían consolar al muchacho que no hablaba de lo que le afligía. La
aparición de las primeras estrellas no tuvo un efecto sedante. Miedo
a cerrar los ojos, terror a ver en la oscuridad de una nueva
pesadilla lo que se ocultaba detrás de la tupida cortina negra.
Y la certeza de que no
habría nadie velando su sueño esta vez, saber que no habría unos
brazos reconfortantes que le sujetaran, impidiéndole volverse a
mirar el rostro cargado de reproche de su padre muerto.
—No ha sido culpa
tuya, hijo.
Alex hizo una mueca.
Estaba sentado sobre la cama, rodillas flexionadas y ojos cerrados,
abrazándose a sí mismo, luchando contra el impulso de llorar.
Estaba solo. El hombre se había marchado el día anterior, Alex
sabía que la voz que oía no era real; sin embargo, le reconfortaba,
igual que su presencia le había reconfortado en el sueño. No quería
que se marchara, por eso no abrió los ojos. Se limitó a hacer una
mueca que tuvo poco de desdén y mucho de tristeza.
—Tal vez quiera cargar
usted con la culpa por mí —susurró.
La voz sonó afectuosa,
amable y cálida, dando la impresión de que su dueño estaba
sonriendo.
—Si eso hace que te
sientas mejor.
Alex guardó silencio.
En realidad, no hacía que se sintiera mejor. Abrió los ojos y miró
al hombre, dispuesto a decírselo, pero el hombre ya no se encontraba
allí.
—Me he quedado solo
—se dijo el muchacho, y volvió a cerrar los ojos, esta vez con
fuerza, como si quisiera impedir que se le escaparan las lágrimas
que no era capaz de fabricar.
Una luna pálida
apareció entre la intrincada red de estrellas que tapizaban la
ventana cerrada del dormitorio, y Alex continuaba despierto, por
momentos extraviado en el inmenso vacío que le rodeaba. Infinidad de
rostros desfilaban ante sus ojos, horas después de que la última
visita se hubiera marchado. Rostros llorosos, rostros preocupados,
rostros compasivos, estos últimos eran los que más le atormentaban.
¿Qué sabían los dueños de esos rostros lo que Alex sentía, lo
que necesitaba? No su compasión, desde luego. No sus palabras huecas
y manoseadas.
La gente habla creyendo
que así ayuda, pero la gente no sabe nada: sólo uno es capaz de
conocer la intensidad del dolor, porque es uno quien lo lleva dentro.
La gente dice que la vida sigue, que llorar es bueno, que el tiempo
lo cura todo. Pero nadie tiene una explicación para lo ocurrido,
nadie propone una solución, nadie señala a un culpable. Y uno carga
con su parte de culpa, y no responde a los comentarios inútiles, y
no explica cómo se siente en realidad, porque sabe que nadie podrá
comprenderle.
Su padre había muerto,
y Alex tendría que haber sabido que iba a ocurrir, porque su padre
se lo había dicho. No me voy a morir mientras estés fuera,
le había prometido, o acaso había sido una advertencia. Daba lo
mismo, Alex la había desoído, se había marchado, le había
abandonado. Su decisión había empujado a su padre a tomar su propia
decisión. No había sido accidental.
Y Alex se había quedado
sin padre.
No podía llorar. Su
padre estaba muerto, y Alex podía aceptarlo, como se acaba por
aceptar siempre aquello que es inevitable. Puede que no hoy, quizás
tampoco mañana, pero acabaría aceptándolo. Sin embargo, no había
lágrimas. La culpa era más fuerte que la pena, los remordimientos
no dejaban lugar para el luto. Y la culpa era de dos clases. Aceptar
lo que significaba la muerte de su padre era una tarea más
complicada. No se permitía llorar. Las lágrimas no le devolverían
lo que había perdido, como no podían lograrlo las palabras.
—¿No puedes dormir?
Su madre en el umbral,
una silueta delgada de voz amable y cargada de llanto, además de
preocupada; la luz procedente del pasillo no permitía ver claramente
su rostro, y Alex pensó que era mejor así. Alzó la cabeza, la
miró, hizo un gesto de negación. Su madre entró en el dormitorio y
se acercó a la cama.
—¿Quieres hablar?
Alex volvió a negar con
la cabeza. No había hablado con ella en todo el día, como tampoco
había hablado con sus dos mejores y únicos amigos, que habían
llamado por teléfono al salir del instituto. No se sentía preparado
para abrirle su corazón a nadie, un corazón que por momentos sentía
inerte. Tampoco deseaba oir de labios de su madre las mismas frases
vacías que había escuchado esa tarde, repetidas hasta la náusea
por decenas de personas que no le conocían y que le habían mirado
con lástima, creyendo que comprendían por lo que Alex estaba
pasando.
—¿Quieres que me
quede un rato? —intentó Helena, aunque presentía que la respuesta
volvería a ser una negativa silenciosa.
Alex no la miró esta
vez. No le gustaba verla llorar, y no sentía deseos de unir sus
lágrimas a las de ella. Negó de nuevo con la cabeza y cerró los
ojos. Oyó a su madre suspirar. Después notó el contacto de su mano
cálida en la mejilla.
—De acuerdo —se
despidió, resignada—. Hablaremos en otro momento, cuando tú
quieras. Intenta dormir un poco, cariño. Descansar te hará bien. No
hay prisa. Nuestro mejor aliado es el tiempo.
Alex sintió la
necesidad de gritar al oir esas palabras que había empezado a odiar
en boca de su madre. Que la vida sigue. Que el tiempo lo cura todo.
Que la banda sigue tocando. Su pesar se acentuó. Consiguió
controlar el grito de frustración que le estaba naciendo en la boca
del estómago y se negó a seguir escuchando. No necesitaba palabras
vacías, sino una solución. Su madre, al parecer, no podía dásela.
—Te quiero, Alex —las
últimas palabras de la mujer le llegaron con cierto retraso. Cuando
abrió los ojos y levantó la cabeza, ella ya no se encontraba a su
lado.
Vio marchar a su madre
sin mover un músculo, no abrió la boca para desearle buenas noches,
no le dijo que la quería, no le dijo lo que pensaba. Su madre había
aceptado demasiado pronto, eso le parecía. ¿Y era posible que se
encontrara tan perdida como él, tan desvalida, tan atada de pies y
manos? Demasiado joven para ser viuda, demasiado madre para pensar en
casarse de nuevo, ¿por eso sus lágrimas a todas horas? Convertida
en una fuente humana, llorando por los dos, incapaz de proponer una
alternativa, quién sabía si conservaba alguna esperanza. Alex no
tenía ninguna.
¿Qué será de mí?
El sueño tardó en
llegar y no le proporcionó descanso. Sumándose a la antigua
pesadilla, una multitud de rostros anónimos le acosaba, decenas de
voces repitiéndole las mismas frases ajadas e inútiles que no le
servían de consuelo ni de ayuda. Ánimo, muchacho; que todo se
supera. Que la vida sigue. Tu padre ha muerto, pero la orquesta
continúa tocando. Han pasado cinco días, Albert se ha marchado, el
nuevo curso ha comenzado. Estás solo. Debes aceptarlo. Puede que no
te guste la música, pero con el tiempo tendrás que bailar. La única
música que Alex oía era una melodía fúnebre que surgía del
interior del despacho de su padre muerto. Roberto Belmonte se mofaba,
¿bailar? ¿bailarás sobre mi tumba?, le reprochaba, ¿tan
pronto me has olvidado? Su padre no podía descansar en paz,
necesitaba que Alex reconociera su culpa. Y Alex la reconocía,
aunque no tuviera el valor de hacerlo en voz alta, porque sólo podía
confesarse ante su padre, y su padre se había marchado para siempre.
Padre muerto, padre
perdido, todo es lo mismo.
Estoy solo.
Su padre había muerto,
y el sábado amaneció para todo el mundo menos para Alex, quien
continuaba viviendo por inercia en un eterno viernes de vacío y de
sinsentido. La culpa no se había extinguido, el dolor era demasiado
profundo para compartirlo, las frases sobadas de los demás le
rebotaban en los oídos y no le llegaban al cerebro. Su madre lloraba
a ratos y no sabía qué decirle, los ojos inexpresivos y secos de
Alex la asustaban. El tiempo se sucedía a intervalos, momentos en
blanco que duraban minutos e incluso horas. Visitas a las que no
deseaba ver, el timbre del teléfono le aterraba, nunca era Albert.
Empezó a contar las tazas de tila que bebía su madre; demasiadas,
sin que ello le hiciera reaccionar.
Uno puede aceptar la
muerte, del mismo modo que puede aceptar la culpa. Ánimo, muchacho;
que todo se supera. Que la vida sigue. Tu padre ha muerto, pero la
orquesta continúa tocando. Han pasado cinco días, Albert se ha
marchado, el nuevo curso ha comenzado. Estás solo. Debes aceptarlo.
Puede que no te guste la música, pero con el tiempo tendrás que
bailar.
De pie junto a la puerta
abierta del despacho vacío, recordaba a su padre sentado ante el
tablero de ajedrez, fumando en pipa y sonriendo con paciencia, amor
en su mirada, sabiduría en su expresión. Le había amado. ¿Quién
le había arrebatado aquello? ¿Dios, el Destino, el hombre? Alex no
creía en ningún dios, ya no creía en el destino, y en cuanto al
hombre... ¿por qué culparle, acaso había disparado contra su
padre? No había sido el hombre el que llenó el vaso de whisky una y
otra vez, en todo caso, aunque su padre le hubiera utilizado como
excusa para beber en exceso. ¿Debía Alex considerarse libre de
culpa, bajo el mismo argumento?
—Me abandonaste —le
recordó el fantasma de su padre—. Me sustituiste por él.
—No lo hice —susurró
Alex, compungido. Era cierto. Casi lo había hecho... Casi,
solamente.
Y su padre ya no estaba
sentado en su butaca preferida, frente al tablero de ajedrez. El
fantasma que le increpaba con reproche ocupaba el sillón giratorio,
el mismo desde el que una vez le había ordenado que saliera del
despacho y llamara a la puerta antes de volver a entrar. Su padre, el
amable y atento, el mago que hacía figuras de humo con su pipa y le
contaba historias fantásticas, había desaparecido. Muerto del todo,
si bien su némesis aún resistía, hundido en su sillón de orejas y
sosteniendo un vaso de oro líquido con una mano que no sabía de
caricias y que más parecía una garra.
Alex abandonó el
despacho a la carrera y se encerró en su habitación, temblando como
una hoja y con el corazón desbocado por el miedo.
—Yo le dejé morir —le
confesó al hombre que no se encontraba a su lado. Al igual que la
noche anterior, Alex hablaba con su fantasía sin atreverse a abrir
los ojos, por temor a que se desvaneciera en el aire como el sueño
que era—. Elegí marcharme, a pesar de saber que estaba enfermo y
que me necesitaba. Le abandoné. Es como si le hubiera matado yo.
Era un alivio decirlo en
voz alta, aunque nadie real pudiera oir su confesión. Al mismo
tiempo, era horrible oírse a sí mismo abriéndole su corazón a
alguien, aunque ese alguien no se encontrara allí en realidad.
—Elegir es un derecho,
hijo. Respetar las decisiones de los demás es un deber —la voz
hablaba con la misma calma que el Albert de carne y hueso, y su tono
reconfortaba a Alex. En parte—. Belmonte debería haber respetado
tu decisión, eso es lo que hace uno cuando ama a alguien,
comprender, y respetar. Cuán egoísta ha de ser un hombre para no
permitir que su hijo se marche una semana. Un hogar no es una
prisión, y cuando los lazos se convierten en cadenas no es correcto
decir que se trata de amor. Existió egoísmo, mas no por tu parte.
Te achacas una culpa que no te corresponde.
—Pero no era una
semana, no era solamente un viaje, y ambos lo sabíamos. Intentas
hacer que él parezca el malo, porque no te gustaba, pero era mi
padre, ¿lo entiendes? Él era mi padre. No había elección posible,
y aun así... —a Alex se le hizo un nudo en la garganta, y se
obligó a guardar silencio. No quería recordar al tirano que ocupaba
el sillón de orejas; era al anciano afectuoso que esperaba frente al
tablero de ajedrez al que defendía. Como la voz no dijo nada, tomó
aire y siguió hablando—. Lo olvidé. Por perseguir un sueño que
de todos modos no iba a cumplirse, olvidé mi lealtad y mis
obligaciones. Olvidé que él era mi padre. Él, y no otro. Y el lo
comprendió. Mi decisión le empujó a tomar la suya. Decidió que yo
no volvería, que no tenía sentido esperarme.
Alex suspiró. Le
costaba un gran esfuerzo contener las lágrimas, si bien sabía que
éstas no saldrían aunque él se lo permitiera.
—Cuando descubrí que
te quería —dijo en voz baja—, le condené a morir. Merezco la
culpa, así como el castigo. Y tengo ambos.
—No le mató tu amor,
hijo, sino su odio —dijo la voz con sensatez.
Alex sacudió la cabeza.
—Mi amor y su odio
fueron la misma cosa. Ambos tenían la misma raíz. Y ahora debo
odiarte, para que mi padre no pueda volver a reprocharme que le
abandoné. Si no siento afecto por su enemigo, mi padre podrá
descansar en paz.
—¿Y tú, tendrás
paz?
Alex no respondió. El
hombre inspiró lentamente y exhaló luego el aire en un suspiro que
podía ser de cansancio o de tristeza.
—El odio no es la
solución, hijo —había ahora amargura en esa voz que Alex oía con
la imaginación—. Sé que el azar ha obrado en mi contra, sé que
siempre relacionarás la muerte de tu padre con la visita que me
hiciste, sé que me culpas de lo ocurrido tanto como te culpas a ti
mismo. Pero obligarte a odiarme no aliviará el dolor que sientes, ni
te devolverá lo que has perdido.
—No has entendido nada
—dijo Alex en voz baja, sin abrir los ojos pero mirando al hombre—.
No siento dolor, sino vacío. Todo estaba perdido antes de que mi
padre muriese. No te he llamado para que me consueles, estás aquí
porque compartes mi culpa, como ya sabes. El azar no tuvo nada que
ver.
—Entiendo —dijo la
voz, y en su imaginación Alex vio al hombre asentir con seriedad—.
Si tu decisión es odiarme, lo respeto.
La voz no dijo nada más,
y Alex tardó casi un minuto en comprender el significado de sus
palabras. Sintió una gran frustración. El amor dolía tanto como el
odio, porque ya nada importaba. Su padre había muerto, y Alex había
perdido a su padre.
Abrió los ojos y se
enfrentó a la imagen que su dolor había conjurado.
—¿Por qué tuviste
que aparecer? —le acusó—. Todo lo que ha sucedido es culpa tuya.
¿Por qué no permaneciste en el pasado olvidado de mis padres? No
habría conocido el odio, tampoco el amor, ni el dolor por la
pérdida, ni la culpa. Ojalá nunca te hubiera conocido.
El hombre no respondió.
Había desaparecido. Alex sintió un acceso de rabia, que la pena no
pudo mitigar.
—¡No te he perdonado!
—le gritó al hombre que no había estado ahí.
Imaginó que, en algún
lugar, su padre sonreía.
Su padre, con el rostro
del tirano, hundido en el sillón de orejas.
No sintió alivio ante
esa idea.
Me he quedado solo.
El sábado dio paso al
domingo, el dolor de Alex se hizo más profundo, su pesadumbre más
clara. El teléfono sonaba, también el timbre de la puerta. Sólo
una persona no llamaba, sólo una no venía. Alex empezó a pensar
que se volvería loco si todo el mundo seguía tratando de consolarle
por una pérdida que sólo él era capaz de comprender. Se refugió
en el silencio de nuevo, se negó a escuchar. Ya le había quedado
claro que nadie parecía tener un buen consejo, o una fórmula mágica
que le ayudara a levantar cabeza. Tendría que levantarse solo,
encontrar por sí mismo un motivo para desear dar el primer paso.
Éste es el despacho
de un hombre muerto.
Haciendo acopio de
valor, Alex entró en el despacho de su padre y pasó revista a las
fotografías de las estanterías, ignorando al fantasma de Belmonte,
el señor Hyde en batín y zapatillas de andar por casa que había
suplantado a su verdadero padre. Algunas de ellas estaban volcadas.
Las enderezó, lamentando la ausencia del padre al que había
adorado. Le echaba de menos. Le necesitaba a su lado. Pero Roberto ya
no volvería. Y Alex no era capaz de llorar por él. Se culpaba por
haberle dejado solo, y la culpa le hacía daño. El fantasma de
Belmonte le exigía sin palabras que reconociera esa culpa, y Alex le
odió por ello. Enseguida se reprochó por pensar en él con rencor.
Quería recordarle como había sido en el pasado, pero el anciano
desaliñado y déspota no se lo permitía.
—¿Por qué has
existido? —le preguntó, con los ojos llenos de lágrimas de rabia.
Y, sin necesidad de que
el anciano respondiera, Alex supo la razón. Había salido al
exterior porque Roberto se lo había permitido. Belmonte y su padre
eran la misma cosa. Su padre se había rendido.
—No me rendí, hijo.
Me obligaste a hacerlo cuando me abandonaste.
Alex cerró los puños y
apretó las mandíbulas para no abalanzarse a golpear e insultar al
sillón vacío. Las lágrimas se negaban a caer de sus ojos anegados.
—Es mentira —dijo,
con la voz temblorosa—. Te habías rendido mucho antes. Permitiste
que te odiara. Me hiciste daño. Me empujaste a los brazos de Albert,
y después te dejaste morir. Te rendiste, y ahora no hay futuro,
¿estás satisfecho? No hay futuro para ninguno de nosotros.
Abandonó el despacho y
cerró la puerta tras de sí, dejando la mitad de las fotografías
volcadas. Aquél era el mausoleo de un hombre muerto. No tenía
sentido echarle de menos, su padre ya no existía. Era huérfano.
¿Qué voy a hacer
ahora?
Habló un poco.
Respondía con monosílabos a las voces del teléfono. Para su madre
sólo había encogimiento de hombros y mirada perdida. Pero cuando
llegó la noche, las oscuras ojeras de su madre empezaron a llamar su
atención.
Nos hemos quedado
solos.
—¿Cómo se encuentra
tu madre?
La imagen de Albert
había vuelto a acudir a la cabecera de su cama. Alex la había
invocado, porque no podía dormir. Prefería enfrentarse al recuerdo
de ese hombre que al fantasma de Belmonte, prefería su compañía
ficticia a la soledad y al vacío. Pero si esperaba consuelo o
consejo, su fantasía le decepcionó.
—¿Por qué no llama
por teléfono y se lo pregunta a ella directamente?
El Albert que su
imaginación había conjurado le miraba con expresión seria.
—Te lo estoy
preguntando a ti, Alex.
Le pareció muy
significativo que su propia fantasía le llamara por su nombre, y no
con aquel apelativo que tanto le enfurecía y que sin embargo se
desesperaba por escuchar. Le miró durante unos segundos y después
giró la cabeza, avergonzado.
—Prefiero que se
marche —susurró—. No sé por qué le he llamado.
Pero lo sabía, aunque
se negara a reconocerlo. Y sin embargo no importaba, al menos a
Albert no parecía importarle, porque desapareció antes de que Alex
hubiera terminado la frase, sin despedirse siquiera.
Exactamente igual que el
Albert de carne y hueso.
Alex se tumbó de
espaldas y se cubrió los ojos con un brazo, decidido a no llorar.
¿Qué pueden saber los
demás acerca del dolor? ¿Cómo puede nadie intentar consolar a
quien ha sufrido una pérdida? ¿Cómo podía saber nadie lo que Alex
sentía dentro de su corazón destrozado, si Alex no lo compartía?
Ya era domingo por la noche, y Albert no había llamado para
condolerse, no había dado la cara, no se había dignado a dar una
explicación o a proponer una solución, había desaparecido en
silencio, igual que su padre. No había padre para Alex. Ni pasado,
ni futuro; padre muerto, padre perdido, todo era lo mismo, todo daba
lo mismo.
Alex ya no sentía nada.
Ni remordimiento, ni rabia, ni odio, todo eso había quedado atrás,
dentro de un féretro que no llegó a ver más que en sus pesadillas.
No sentía dolor, ni pena, ni deseo, Albert se los había llevado
consigo, a falta de un trofeo mejor. No sentía miedo. No sentía
ilusión. Nada. Si acaso, vacío, que es la ausencia de todo
sentimiento. La aceptación lleva a la madurez, y la madurez es una
esfinge de piedra. Los autómatas no aman, no odian, sólo se mueven
por inercia. El tiempo les proporciona la capacidad de pensamiento,
pero la tecnología capaz de obrar tal milagro se encuentra latente
en el futuro, y el futuro queda muy lejos."
¡Me ha encantado! Y lo que más me encanta es que empieces a ver la luz al fin al del túnel. Porque a pesar de todo, te prometo que un día llegarás a la última abertura y saldrás al exterior para recibir los rayos de sol que iluminen tu nuevo camino.
ResponderEliminar¡Ahí va mi sonrisa! ¿Me regalas la tuya? :-)
Mi sonrisa 8)
ResponderEliminarMi corazón <3
Mi agradecimiento, porque El Secreto de las Cuartetas llegó a mis manos cuando más necesitaba un empujón.
Y mis disculpas por haber permanecido en silencio tanto tiempo, Pat. No podía comunicarme. Ahora puedo.
Gracias por comentar, mi niña. Besos.
¡Un beso enorme!!!!! Y aquí me tienes, ¡ya lo sabes!
EliminarUn hermoso cuento y también desgarrador.
ResponderEliminarYa sabes, hermano: escribo lo que me sale del corazón...
ResponderEliminarprima, me ha encantado lo que has escrito, que vuelvas a ver la luz y nadie tiene una solución para ese tipo de dolor, no creo que hayas fallado a nadie, necesitabas tu tiempo, y encontrar la fuerza en tu interior para seguir adelante
ResponderEliminary si cuando una ventana/puerta se cierra ya se abrira otra, no hay palabras de consuelo ni de ayuda
estoy muy orgullosa de ti
Mientras pasaba este relato al ordenador me he dado cuenta de que desde la más profunda tristeza también sé sacar historias. Ahora ya no tengo excusa para seguir bloqueada
ResponderEliminarGracias por venir, y por comentar, prima de mi ♥
Hasta yo a veces, me quedo sin palabras... pero aqui tampoco hacen falta,hay mucho sentimiento... Por ello te doy un abrazo muy fuerte, un beso de corazón, y que cuando no oigas la música, yo tocare para ti!!
ResponderEliminarMi querida Cleo, gracias por tu apoyo constante, por tu cariño y por tu sonrisa. Sé lo mucho que te cuesta comentar, así que cada vez que lo haces significa mucho para mí.
EliminarRecuerda que, mientras haya una sola persona que ame Thèramon, yo seguiré escribiendo. A veces no en el papel, pero siempre en mi cabeza. Y tarde o temprano las historias se volcarán al papel, o a la pantalla del ordenador. Escribo también para ti, y de ti aprendo cada día a ser valiente, a creer en mí misma y a seguir luchando por mis sueños.
Océanos de amor!!!
Me alegro de que por fin te hallas decidido a dar el primer paso,ahora solo tienes que seguir andando.En cuanto al relato me ha puesto los pelos de punta.Bea no me canso de repetirte que eres grande.TQ
ResponderEliminarFirmado: Sara
Estos días echo de menos aquellos tiempos en los que te leía en voz alta y al acabar el capítulo decías "quiero para mañana las mismas hojas que hoy, como mínimo", y al día siguiente me ponía a escribir como loca para darte lo que me pedías. En parte, eso es lo que me ha estado faltando estos últimos meses, hermana.
EliminarPero ya no más bloqueo, he comprendido que no necesito que me presionen para seguir escribiendo, pues escribir es lo que más necesito, más que el aire para respirar.
Gracias por haber vuelto a mi vida, me has recordado también que no todas las despedidas son para siempre, y que los deseos siempre se cumplen.
Océanos de amor, mi niña. TQ
Gracias a tí por seguir estando ahí,sabes que para mí siempre has sido la mejor y que esos momentos los llevo en mí corazón porque que escribieras para mí me hacía sentir querida,es una lástima que nos uniera a ambas una historia tan triste,pero eso demuestra que hay gente buena en el mundo y que no es necesario compartir la misma sangre para sentir que has encontrado tú familia.Gracias por todo hermanita.TQM
EliminarLo compartí ayer en mi muro. Lo dije alto y claro. Y lo repito aquí ahora. SUBLIME. Como siempre... Pero mejor que nunca. Tenía miedo, lo confieso, miedo a que no volvieras a asomar por acá, pero te conozco y sabía que no me fallarías. Ni a mí ni a ninguno de tus seguidores.Conozco tu prosa y tu talento; tú nunca te quedas sin palabras; a veces nos regalas un relato de esperanza... a veces, uno de decepción, de soledad, de miedo... Pero siempre eres tú detrás de esas palabras; siempre puedo reconocerte y distinguirte del resto, algo que, en los últimos tiempos, en el siglo de las novelas y los relatos clónicos, cada día es más difícil. Pero tú eres un puerto seguro después del naufragio; en ti confío con los ojos cerrados; no me importa el tema ni la perspectiva con que lo enfocas, porque, como he dicho, detrás siempre estás tú. Y eso es lo mejor. Hoy querías abrirnos tu corazón, disculparte por tu silencio. Y nos ofreces algo diferente a todo lo anterior... pero no importa, al contrario; me ha gustado este relato, diría que sé de dónde salió y a qué novela pertenecía. Puede que tus fans más acérrimos de Thèramon se hayan sentido un poquito decepcionados porque este relato no tiene nada de fantasía (aunque si es fantástico en muchos otros sentidos); pero también sé que lo han acogido con el mismo cariño y el mismo entusiasmo de siempre. ¿Cómo podría ser de otro modo? GRACIAS POR VOLVER. Ya se te echaba de menos
ResponderEliminarBesos
Jules, tú siempre has creído en mí más que yo misma. A veces, cuando estoy de bajón, pienso que tanto entusiasmo no puede ser imparcial, que es tu afecto el que te hace hablar de esa manera sobre mi prosa; pero cuando la tristeza desaparece y vuelvo a ser objetiva, y releo lo que he escrito, y veo que me gusta (y ya sabes que soy una lectora muy muy exigente), pienso que tu apoyo es tan genuino que yo no debería dudar jamás de mi capacidad.
EliminarNo, no tenía pensado irme, ya sabes que rendirme no está en mi lista de proyectos. Pero necesitaba ese tiempo de reflexión, tiempo para curarme, para volver a encontrar el camino y recuperar la Luz que me guía.
Ojalá mi musa nunca te defraude, aunque yo lo haga a veces.
TQM
No, se te acabaron las excusas para no seguir escribiendo. Y después de leer este relato, creo que tú sola has encontrado en él, respuesta a las preguntas que hacías al principio. Algo que tú escribiste hace tiempo por un motivo, pero que hoy en día podría aplicarse a otros de tu vida. Crecemos, maduramos y con los años tambien aumentan las experiencias, unas más positivas que otras. Es evidente que nadie, jamás, podrá sentir tus emociones de la misma forma que tú, es imposible. Ni teniendo la mayor empatía del mundo, por eso las palabras de ánimo, aunque se digan desde el corazón no sirven. Sí, vale, hay que seguir viviendo, levantarse... pero no lo vas a hacer porque te lo digamos los demás, sino porque llegue el momento en el que tú de verdad quieras hacerlo.
ResponderEliminarAl igual te digo, que si esas palabras de ánimo, en los momentos bajos, no sirven como nos gustaría, mucho más difícil es que alguien pueda proporcionarnos la fórmula mágica que todo o solucione. Esa fórmula sería un botón de encendido y apagado, y aún no seha solucionado ese defecto.
De todas formas, me gustaría que al menos te sientas afortunada por los amigos que tienes, que te quieren, y te necesitan. Porque eres necesaria en la vida de muchos. Hazme caso, lo sé.
Besos, mi niña!!! TQM
Mi niña, hermanita del alma, eres el tesoro más grande que nadie podría llegar a encontrar. Y me siento muy afortunada de tener los amigos que tengo, aunque a veces no lo demuestro como debería, soy imperfecta y también idiota a veces, pero mi amor es sincero y profundo. Y os necesito. Más de lo que sé decir con palabras o con actos.
ResponderEliminarCada vez que comentas, se me llena el corazón de alegría y de optimismo. Gracias por dejar tus palabras y tu cariño.
Océanos de amor, mi niña. TQM
Bueno, aqui estoy, medio mareada.... pero aqui aterrize.
ResponderEliminarY Bea, las cicatrizes no desaparecen, pero cicatrizan y te enseñan, lo mejor que hay en estos momentos es llorar, soltar todo lo que tienes dentro de ti.
Y ya lo has conseguido, voy a intentar, tener listo mi relato romantico-triste, para el "Taller de Alma", y ¿sabes porque?
Por mi Dragona.