¿Te acuerdas de Silenia,
la princesa que hizo una promesa a la Dama de la Fuente? En el
capítulo anterior la dejamos ideando maneras de escaparse de Räel
Polita, la ciudad más segura de Thèramon. No se le ocurrieron
grandes planes, recuerda que no es más que una niña de once años
que solamente conoce lo que ha podido leer y lo que le han contado
sus mayores, y los pocos que se le ocurrieron no eran factibles. Pero
eso no la hizo desistir de su empeño en visitar el Estanque de
Plata. Lo que más me gusta de Silenia es su determinación. Puede
que sea una cría, que sea ñoña, que esté llena de ideas
románticas acerca del mundo y de la vida, pero su decisión es
firme, y su lealtad inquebrantable. Ha sabido guardar su secreto
durante años, incluso delante de su hermano mellizo, al que no puede
ocultar nada, porque sus corazones se entienden sin necesidad de
palabras. Y está decidida a proteger al unicornio al precio que sea.
Todavía no es consciente de lo mucho que va a tener que dar de sí
misma para cumplir con su destino de Korceler, pero conoce la
importancia de su misión, y ha aceptado ser la Protectora del amado
de los dioses.
Hoy te dejo la
continuación del capítulo. Esta parte de la novela no es mi
favorita, necesita una revisión, tengo que pulir y cambiar algunas
cosas, pero me gusta lo que transmite: determinación, voluntad,
tesón. Lealtad.
Voy a dejar atrás los
sentimientos tristes y los negativos y voy a centrarme en estos que
hoy comparto contigo, si es que sigues aquí, haciendo el viaje a mi
lado. Lealtad. Voluntad. Determinación. Sentimientos positivos,
porque la vida también está llena de cosas buenas que muchas veces
no vemos ni apreciamos porque nos centramos demasiado en las que no
lo son tanto o las que no lo son en absoluto.
Bienvenido, optimismo.
Estoy decidida a cumplir mis promesas y mis sueños. Sé que no hay obstáculo insuperable, cuando una le pone voluntad. Y, siempre, fe y amor.
© Bea Magaña.
(Reservados todos los derechos)
Imposible escaparse (II)
"El tiempo pasaba, y la
promesa de visitar a los Dragones Plateados continuaba incumplida.
—¿Te das cuenta de
que somos prisioneros? —le preguntó a su hermano una mañana de
verano. Había consternación en su rostro.
Ese día no tenían
clases, pues era el día de mercado y a los nobles se les daba
fiesta. Habían salido a que les diera el sol, y después de pedir
permiso al aya y de prometer que no se moverían del Corredor, donde
había guardias suficientes para velar por ellos y vigilarlos, habían
corrido escaleras arriba de la Torre del Ojo y habían accedido a lo
alto de la muralla por la puerta de madera y acero que existía en un
lateral de la torre. Al otro lado había una puerta idéntica que
llevaba al camino de ronda que comunicaba el castillo de Cornell con
el de Charm. Los dos hermanos solían frecuentar más el corredor que
llevaba al castillo de Gidean. Desde allí se veía mejor el Fuerte
de los Caballeros.
Se encontraban sentados
sobre el parapeto, mirando al exterior. Sus pies colgaban sobre el
vacío. Bajo ellos, el foso y sus invisibles peligros. Más allá,
tierras y pastos, aldeas, el reflejo del Boreagü y los picos blancos
de Boreade Nesst. La Guardia se paseaba de un extremo a otro del
Corredor; cuando llegaba a su altura, uno de los soldados les
dedicaba una sonrisa llena de curiosidad y preocupación: los niños
no debían arriesgarse a sentarse sobre el muro; aunque aquellos dos
tenían el consentimiento del rey, y los soldados de la Guardia no
osaban reprenderles, antes bien, les vigilaban con atención,
dispuestos a correr a auxiliarles si era decisión de los dioses que
resbalaran y se precipitaran al vacío. Aeblir iluminaba la tierra,
pero las aguas del foso se mantenían oscuras, como si absorbieran la
luz.
Eugene asintió. Estaban
tan protegidos que nadie podía entrar en la ciudad si los reyes no
lo permitían; del mismo modo, ellos no podían salir. Sus sueños de
aventuras y viajes tendrían que esperar aún varios años.
—Mira los campesinos
—dijo Silenia con tristeza—. Cruzan cada mañana la Puerta Norte
para ir a las tierras. Los obreros de la plata que no viven en las
Colonias traspasan la Puerta Sur, y los leñadores salen por la
Puerta Oeste, todos salen para ir a alguna parte. Los criadores de
caballos utilizan la Puerta Este, debajo de nosotros. Y los soldados,
ellos cruzan cualquiera de las puertas. Todos salen —repitió—.
Excepto nosotros, que somos presos de estos muros.
—Es el precio que
debemos pagar por ser hijos de rey —dijo Eugene, haciendo una
mueca. Parecía tenerlo muy asumido, pero tampoco le entusiasmaba la
idea de vivir en una prisión de plata y joyas—. Pero un día seré
Caballero y cruzaré esta puerta montado sobre el mejor corcel de las
cuadras de nuestro padre, y podré ver el mundo entero.
Silenia no compartió su
entusiasmo.
—Y te llevaré conmigo
—aseguró su hermano, y la tomó de la mano para reforzar con ese
gesto su promesa.
Silenia no sonrió, ni
le miró. La idea no la consolaba. Faltaba una eternidad para que la
profecía de Eugene se cumpliera.
Los forasteros entran
por cualquier puerta libremente, pues Räel Polita está abierta a
todos aquellos que vengan en son de paz —continuó quejándose—.
Y, cuando se marchan, vuelven a cruzar las puertas con total
libertad.
—Mientras que los
nobles que deseen salir deben ir acompañados de sus Paladim —añadió
Eugene.
Silenia miraba a lo
lejos. No sonreía.
—Los niños de la
ciudad pueden ir a donde lo deseen, sin necesidad de ser escoltados
por adultos. Entran y salen de la ciudad y recorren cada una de las
Secciones sin miedo a perderse —siguió diciendo.
—Esos niños trabajan
todo el día con sus padres —continuó Eugene con un intento de
sonrisa. Empezaba a contagiársele el pesimismo de su hermana—.
Muchos viven fuera de los muros de Räel Polita, desprotegidos ante
cualquier ataque.
—Pero pueden ver a los
Dragones Plateados —se le escapó a Silenia. Miró a su hermano y
no captó en su expresión rastro de comprensión o de sospecha—.
Pueden ir a las caballerizas, al molino, llegar hasta el Boreagü;
pueden visitar el mercado, asistir a las fiestas, participar en el
concurso de tiro y jugar con otros niños. Nosotros no podemos hacer
eso. ¿Por qué los príncipes no podemos salir de la ciudad? —se
quejó—. ¿Por qué no se nos permite siquiera recorrer la ciudad
sin un Paladim a nuestras espaldas?
—Es la Ley —dijo
Eugene con un encogimiento de hombros.
—No entiendo de qué
pretenden protegernos esas Leyes estúpidas.
Tenía mucho cuidado al
hablar con Eugene, pues no quería ni debía hablarle de su planes ni
hacerle sospechar. Pasaba mucho tiempo con él, pero trataba de no
insistir demasiado en el tema que tanto la preocupaba. Sólo se
atrevía a hacer un comentario o una pregunta muchos días después
de haber hecho los anteriores. Aun así, Eugene no pasó por alto su
preocupación constante.
—Si no te conociera,
diría que estás buscando un modo de huir de la ciudad, querida
hermana mía —dijo una tarde, casi sonriendo. El verano había
quedado atrás.
Silenia se sintió
enrojecer.
—No hay modo —sacudió
la cabeza con resignación—. No importa cuánto deteste mi prisión.
Podría pensar durante años y no hallaría una salida.
—Así que no estaba
equivocado. Quieres escaparte.
Silenia le devolvió una
mirada triste.
—¿No lo has pensado
nunca? Salir siquiera un día, sentirte libre, salir sin ser visto o
seguido por una horda de Protectores, mezclarte con el pueblo y ver
algo más que paredes forradas de tapices y ventanales cubiertos de
cortinas y encajes.
Eugene esbozó una
sonrisa.
—Salir de la ciudad,
visitar las tierras de Minroq Dalnu, cruzar las fronteras —asintió—.
Saber qué hay al otro lado del Boreagü, escalar los Picos de Fuego
y llegar más allá de Boreade Saaru, ver otros pueblos y aprender
sus costumbres distintas de las nuestras.
Sus ojos se animaron con
un brillo que Silenia había visto muchas veces antes al hablar con
él de sus sueños y del futuro que tal vez nunca se cumpliría.
—Internarme en Parome
Arborae y enfrentarme a los Ente Arborea —siguió diciendo con
entusiasmo—; navegar por el Pantano de las Lágrimas, llegar hasta
el límite de la tierra, descubrir si se puede llegar más lejos. Ver
qué aspecto tiene Süt Zäwasze de cerca y comprobar si es cierto
que no hay nada más allá del abismo.
—Viajar al desierto
del sur, acompañar a los Nomade en su recorrido, navegar por el
Mesagua hasta su desembocadura —añadió Silenia, y tenía el mismo
brillo emocionado en los ojos dorados.
—Explorar el Bosque
Negro, enfrentarme a las peligrosas mujeres guerreras del Mar de
Hierba, conocer las extrañas costumbres de los habitantes de Samura
Dalnu y seguir hasta el norte, ¡hay tanto por ver! Thèramon es tan
extenso, y sólo lo conocemos por los viejos mapas de los Archivos y
por las historias del aya.
Silenia suspiró.
—A veces, pienso que
Thèramon sólo es un nombre, una idea sobre la que fantasear. El
único mundo que conocemos es el que podemos ver desde este Corredor.
Eugene la miró un
momento, miró después hacia el foso y por fin suspiró, al tiempo
que sus ojos se apagaban.
—En ocasiones, yo
también lo pienso, hermana. Como he pensado en fugarme alguna vez y
hacer realidad esas fantasías, vivir las aventuras que soñamos en
voz alta —admitió—. Pero no hay forma de hacerlo. De momento, no
podemos salir de la ciudad.
—Ya veo —murmuró
Silenia.
Su hermano miró hacia
el cielo y fijó sus ojos soñadores en el resplandor azulado de
Fsaira, que avanzaba desde el este al encuentro de los dos soles
dorados.
—Excepto que diéramos
con una puerta a través de los Pasadizos —pensó en voz alta.
La niña abrió mucho
los ojos.
—¿Existen puertas
para salir de la ciudad desde el Laberinto Subterráneo? —preguntó,
esperanzada.
Eugene se encogió de
hombros.
—Se dice que las hay,
o las hubo hace mucho tiempo —dijo—. Pero no existen mapas de los
Pasadizos. Y yo no he dado con ninguna puerta de salida. Aunque
tampoco he explorado más allá de la puerta que lleva a las
mazmorras.
Pero si existían
puertas para acceder a los Prados de las Fuentes Cristalinas desde el
Laberinto, no era imposible que Silenia pudiera encontrar otras. La
Dama de la Fuente le había dicho que la Magia de la Música era
poderosa, y que ella ya estaba preparada para aprenderla. ¿La
ayudaría la Magia a encontrar una puerta en el Laberinto
Subterráneo?
Existían tres maneras
de acceder a los otros castillos desde el castillo de Cornell. La que
empleaban los adultos acompañados de Protectores llevaba de un
castillo a otro saliendo por la puerta principal y atravesando las
distintas Secciones de la ciudad. La segunda, la que utilizaban los
niños sin necesidad de que alguien les acompañara, les conducía a
lo largo de la muralla avanzando por el camino de ronda que
comunicaba entre sí las torres de cada castillo. La tercera era la
que solían emplear los reyes cuando tenían prisa por reunirse con
sus iguales. Los niños habían bajado alguna vez, por diversión,
pero no se habían atrevido a internarse en el Laberinto Subterráneo,
en el cual era tan fácil perderse.
Pero tenía que
intentarlo. Tenía que visitar Mitrali Güae. Había hecho una
promesa.
—¿Estás pensando lo
mismo que yo? —adivinó Eugene. Su expresión era traviesa y
resuelta.
Silenia esbozó una
sonrisa.
Cornell les había
conducido alguna vez por los pasillos que discurrían bajo las calles
de la ciudad, y les había enseñado cómo llegar a los diferentes
castillos rápidamente y sin perderse. Había alguna clase de magia
en los Pasadizos, eso pensaban los niños, pues se podía llegar por
ellos hasta el castillo más alejado tardando la mitad de tiempo del
que les llevaría hacerlo desde la superficie, pero también era
cierto que uno podía perderse en los Pasadizos y vagar por ellos
durante días sin posibilidad de ser rescatado, pues no había
guardias que vigilaran el Laberinto Subterráneo. Y no había que
olvidar que debajo de la ciudad se hallaban las mazmorras, que sólo
los dioses sabían si estaban aún en uso.
Los dos hermanos sabían
que el Laberinto Subterráneo conducía a cualquier parte de la
ciudad que uno deseara alcanzar, pero ellos no conocían los caminos.
Habían bajado solos, a escondidas de Cornell y de sus sirvientes,
por la simple diversión de investigar y explorar, y habían vuelto
tras sus pasos al comprender que podían llegar a perderse sin
remedio. En una ocasión se habían topado con una antigua puerta que
debía de llevar a las mazmorras que, según decían, no se
utilizaban desde hacía generaciones, aunque quién sabía, en algún
lugar tenían que estar encerrados los malhechores, y no se habían
atrevido a seguir. De hecho, ni siquiera habían comprobado si la
puerta estaba o no cerrada con llave.
Silenia pensó en la
vieja puerta y lo supo. Su corazón le dijo que aquélla era la forma
de salir de la ciudad.
—Por las mazmorras
—dijo.
Eugene estuvo de
acuerdo.
A ninguno de los dos se
le ocurrió pensar que era imposible que existiera una salida en la
zona de las viejas mazmorras, pues en ese caso todos los reos se
habrían escapado de su prisión a lo largo de los años. Sólo eran
niños con la cabeza llena de fantasías y de ideas de aventura, y
ambos estaban convencidos de que la salida debía de encontrarse
allí.
Se miraron durante un
momento, los dos emocionados, Silenia pensando en los Dragones
Plateados y Eugene viendo en su imaginación centenares de posibles
aventuras. Si encontraban la forma de salir, irían juntos, y
volverían sin ser vistos, y ambos verían cumplido uno de sus
sueños.
—Adelante, entonces
—dijo Eugene, resuelto—. A las mazmorras. Al menos, mientras
investigamos en busca de una puerta de salida nos olvidaremos del
aburrimiento que nos rodea.
Silenia asintió.
—A las mazmorras
—dijo—. Hasta que la encontremos.
Se sonrieron.
Hicieron planes."
Mí niña,me he quedado con la miel en los labios,ya estoy deseando saber que aventuras les sucederán a Eugene y Silenia.
ResponderEliminarGracias por dejarnos acompañarte en tu camino hacia tus sueños.TQ
SARA
¡Quiero más Bea! Ya estás poniendo esa cabecita tuya a escribir la continuación. ¡Me gusta Silena! Y lo que más ilusión me hace es tu resurrección como escritora...
ResponderEliminar¡Ama y cree! BESOSSSSSSSSSSSS